El fusil en tiempos de Napoleón
Mucho ruido y pocas nueces: en combate, sólo cinco de cada mil disparos daban en el blanco. Matar a un enemigo "costaba su peso en plomo" La instrucción militar en orden cerrado está hoy en día obsoleta desde el punto de vista táctico, aunque conserva su utilidad en la instrucción básica. Sin embargo, las formaciones tácticas cerradas, la cadencia acompasada de la marcha y los movimientos simultáneos en la carga y disparo fueron indispensables con la generalización de las armas portátiles de fuego desde el siglo XVI hasta mediados del XIX. El manejo del fusil en época Napoleónica -entre 1789 y 1815- explica bien las razones. Manipulación compleja Luego apoyaba el arma vertical en el suelo e introducía por la boca del cañón el resto del cartucho. En casos de emergencia, podía verterse a ojo pólvora suelta y cargar con los más extraños proyectiles. Para poder empujarlo hasta el fondo del cañón, extraía la baqueta, bastón metálico que iba sujeto al fusil en el baquetero o tubo bajo el cañón, y atacaba -esto es, empujaba- el cartucho; retiraba luego la baqueta y la volvía a guardar. Luego empuñaba el arma, armaba el pie de gato, pieza que sostenía un fragmento de pedernal, encaraba (normalmente no se apuntaba con precisión) y apretaba el disparador. En ese momento, un resorte impulsaba el pie de gato con el pedernal contra otra pieza metálica, el rastrillo. El impacto de sílex contra metal hacía saltar chispas que inflamaban la pólvora depositada en la cazoleta. Esta ignición se trasmitía hasta el fondo del cañón a través de un pequeño conducto u oído; la pólvora del cartucho allí depositada se inflamaba y los gases en expansión impulsaban la bala y calcinaban el papel. Luego, la secuencia comenzaba de nuevo. inicio Muchas cosas podían ir mal en este proceso, sobre todo si el soldado no estaba bien entrenado. Podía, por ejemplo, derramar la pólvora de la cazoleta, con lo que las chispas del pedernal no tendrían donde prender; podía, en la confusión del combate, meter dos o más cartuchos, y reventar el cañón; podía -y esto era frecuente- olvidarse de sacar la baqueta, y dispararla junto con la bala, con lo que el fusil quedaba inutilizado. Por eso se exigía siempre reintroducir la baqueta en el baquetero a cada disparo, pues si se clavaba en el suelo un súbito movimiento de la unidad podía hacer que se olvidara. Además de los errores, los fallos mecánicos eran frecuentes: si el tiempo era lluvioso, el pedernal podía no inflamar la pólvora húmeda; si el sílex no estaba adecuadamente tallado o colocado no saltarían chispas (la robusta llave de miquelete española permitía que funcionara casi cualquier trozo de sílex); el oído, muy estrecho, podía obstruirse... Además, la pólvora negra quemaba mal y, con los restos de la combustión y del papel de los cartuchos, el cañón acababa por obstruirse. En sus memorias, Jean -Roch Coignet, soldado de Napoleón, ofrece una solución de campo para este último problema: orinar en el interior del cañón, verter pólvora suelta y quemarla. Una escopeta de feria En experimentos realiza dos en condiciones ideales sobre grandes blancos de tela, una unidad descansada y entrenada podía obtener un 50% de impactos a cien metros, y un 30%, a doscientos metros. Pero la realidad del campo de batalla era bien distinta: salvo en casos muy especiales y recordados -como una primera salva a sólo 20 metros que consiguió un 30% de blancos-, lo normal era que a unos 200 metros sólo de un 3 aun 4% de los disparos realizados alcanzara a un enemigo, ascendiendo quizá al 5% a 100 metros. inicio Tomado en conjunto, distintos autores de la época calculaban que sólo de un 0,2% al 0,5% del total de balas disparadas en una batalla daba en algún blanco, y que para matar un hombre era necesario 'dispararle siete veces su peso en plomo'. Sólo por esa ineficacia podían tener ciertas garantías de avanzar y sobrevivir las compactas formaciones tácticas del período. No es de extrañar en estas condiciones que incluso en 1792 el teniente coronel inglés Lee, del 44 Regimiento, propusiera seriamente la reintroducción del arco largo con argumentos sensatos: era más barato que el fusil, no más impreciso, tenía un alcance eficaz similar, no producía humo, causaba graves heridas en enemigos sin armadura y su cadencia de tiro era de cuatro a seis veces más rápida. Sin embargo, el arquero necesitaba más espacio que el fusilero, un viento fuerte inutilizaba las flechas, y sobre todo costaba años entrenar a un arquero eficiente, mientras que los movimientos para el manejo del fusil podían enseñarse, mal que bien, en horas o días. El gran calibre (unas seis veces mayor que el moderno), peso y maleabilidad de las balas de plomo, unidos a la baja velocidad del proyectil (unos 320 m/s.), hacían que este fusil tuviera un gran poder de detención y que causara heridas terribles. Además, los bajos niveles higiénicos, la práctica inexistencia de servicios médicos competentes -barón Larrey aparte- la inexistencia de antibióticos hacían que cualquier herida resultara peligrosa, por leve que fuera, y que la amputación de miembros sobre la marcha fuera el tratamiento de urgencia usual.
Por: Dr. Fernando Quesada Sanz
Profesor Titular de Arqueología UAM |
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