La Inquisición, policía política del absolutismo
El Santo Oficio, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, se ocupó de reprimir las opiniones políticas ilustradas, las demandas de libertad y las injurias contra el Antiguo Régimen. LA DELIMITACION DE LA FRONTERAS DE la fe, difícil de precisar respecto de la mayor parte de los delitos cuya competencia correspondía a los Tribunales de la Inquisición, resultaba aún más sutil cuando se trababa de reprimir delitos cometidos con la palabra. En ellos, era necesario determinar si la expresión había sido usada de manera adecuada, y sobre todo, si exteriorizaba un determinado sentimiento o un propósito ya en sí constitutivo de delito. La palabra puede provocar escándalo, pero el motivo de uso podía constituir delito y, justamente, el proceso trataba de determinar la correspondencia entre el pensamiento y su formulación. Como proposiciones calificaban la legislación pontificia y la doctrina moralista aquellas expresiones que reflejaban puntos de vista contrarios a los artículos de la fe, a los Mandamientos o a las enseñanzas contenidas en las Sagradas Escrituras. La contradicción de las definiciones dogmáticas, la duda sobre las orientaciones de la Iglesia, la negación de la palabra y del mandato divinos o de las tradiciones de los Santos Padres permitían sospechar que quien así se manifestaba hacía público su apartamiento de la fe, ponía en riesgo su propia conciencia y podía inducir a error -lo que era más inadmisible- a quienes le oyeran. Tales proposiciones eran susceptibles de una amplia clasificación, pero en todas y cada una de las categorías era posible encontrar un atisbo de herejía y, en consecuencia, para dilucidar si realmente las expresiones representaban o no una desviación de la fe, era justificada la competencia del Tribunal de la Fe o Santo Oficio de la Inquisición. Policía al servicio del Poder Era natural que este tipo de manifestaciones fuera más frecuente a finales del siglo XVIII, a causa de la influencia de los pensadores franceses. Y también era comprensible que, en España, las funciones de control y de represión fueran asumidas por el Santo Oficio -encargado de extirpar los gérmenes de irreligiosidad y las ideas contrarias a la integridad espiritual del país- que, a partir de este momento, ejercería una clara función de policía. En efecto, en el último cuarto del siglo XVIII y en las primeras décadas del XIX, cuando la Inquisición entraba ya en su inexorable declive y cuando las grandes causas de judaísmo que justificaron su nacimiento y su esplendor eran escasas y poco relevantes, el Tribunal hubo de ocuparse de asuntos menores y de funciones que le alejaban aparentemente de lo que hasta ese momento fue su razón de ser: la defensa de la te. El Santo Oficio, aunque siguió ocupándose de los asuntos de su competencia, se convertiría en una especie de policía política, cuya finalidad era preservar el sistema absolutista de la Monarquía del Antiguo Régimen y, con él, los intereses respectivos del Estado y de la Iglesia. Contra dichos intereses se alzaban las ideas liberales, núcleo del pensamiento ilustrado, que eran el eje central de las proclamas revolucionarias, y cuyo contenido secularizante e irreligioso atacaba no solamente los fundamentos de la Iglesia sino también los del Estado confesional y absolutista. Enciclopedistas e ilustrados Las obras representativas del pensamiento filosófico más innovador -las de Voltaire, Montesquieu o Rousseau, en primer lugar- eran ya objeto de censura por parte de la Inquisición, lo mismo que los ideólogos españoles que aparecían como seguido-res o partidarios de la puesta en práctica de sus doctrinas, especialmente Olavide. De unos y de otros. Lo que había trascendido a las capas populares de la sociedad era poco más que la asociación de sus nom-bres con confusas ideas de libertad. Con estas ideas, suponían que era posi-ble configurar una sociedad diferente, exenta de la presión de un sistema en el que todo se ordenaba según la vo-luntad y del interés del monarca; una sociedad libre del freno impuesto por un poder religioso inmovilista y celoso de sus privilegios. Y justamente estas asociacio-nes de ideas, expresadas científicamente o Traducidas al modo vulgar, eran las que la Inquisición estaba resuelta a combatir. De ello podía dar testimonio el médico Luis Cas-tellanos cuando, en 1775, hubo de comparecer ante el Tribunal de la Fe precisamente por su exceso de fe en la libertad, concepto que traducía como "ausencia de restricciones y de la prohibición de leer libros" y En la misma línea de Castellanos, y por las mismas fechas, fue conducido ante el Santo Oficio Manuel Villalta, caballero de Santiago y capitán de Granaderos con grado de teniente coronel del Regimiento de la Princesa, quien alardeaba de poseer amplios conocimientos, como consecuencia de haber "corrido cortes", y presumía de haber llegado a tratar al mismo Voltaire y "haber visto su librería y las particularidades de su gabinete". Sus alabanzas al filósofo francés, a quien consideraba "uno de los mayores ingenios, digno de los mayores aplausos", le reportaron la consideración de libertino y escan-daloso, juicios poco convenientes cuando eran ma-nifestados ante la Inquisición. Gritos de libertad Estos planteamientos no diferían de los que de manera tan simplificada como rotunda habría de formular en 1816 el llamado Manuel Furnier o Curiel, natural de Valladolid y residente en la Isla de San Fernando, sastre de oficio, empleado en Rentas y sujeto tenido por "muy atronado en todo". Para él, la libertad era la ausencia de religión, planteamiento que le llevó a postular que "no había razón, siendo el hombre libre, para obligarle a seguir determinada religión, así que el bautismo no debía darse a los párvulos y debía aguardarse a que el hombre que quisiese seguir la religión de Jesucristo lo pudiese [decidir]". Concebida la libertad como un mito, quienes habían sido condenados como sus paladines o habían visto prohibidas sus escritos, aparecían a los ojos de cuantos comulgaban con las ideas progresistas como mártires de la libertad. En este punto, para el vulgo tan dignos de alabanza resultaban Maquiavelo como Voltaire, y entre las figuras patrias encumbradas al rango de héroes ocupaba un indiscutible primer lugar Pablo de Olavide y en menor medida Feijóo, JoveIlanos y otros ilustrados. Así, mientras Miguel de Pineda, un sujeto sevillano a quien sus delatores tenían por "charlatán y de boca relajada, pronto de genio y locuaz", pontificaba que "el Maquiavelo en todo lo que escribe dice verdad", el ya citado Luis Castellanos reconocía que "estimaba mucho a Bolter porque había motivado que la Inquisición prohibiese todas sus obras, lo que le daba un gran mérito" y el gaditano Manuel Pereda, en 1784, aseguraba que "por sus escritos e industrias Wolter y otros sabios se habían hecho memorables" y motejaba a España de poco culta, por no seguir la ciencia y las ideas de aquellos pensadores. Eran frecuentes los argumentos en defensa de Olavide, como los del abogado de los Reales Consejos y antiguo comandante de Guarromán, en las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, José Rubio, según el cual "el Santo Oficio había prendido a Olavide porque siendo Asistente de Sevilla había impedido el pago de ciertas contribuciones que antes se hacían al Santo Oficio" o el de Antonio Portichuelo, presbítero beneficiado de la parroquia de San Mateo en Jerez de la Frontera, quien en 1781 aseguró que "el Tribunal de la Inquisición había obrado con temeridad en castigar a Olavide, siendo un hombre de tanta justificación". Consideración aparte merece el caso de Manuel Palmerín, soldado del Regimiento de Jaén y albañil de oficio, quien solía mantener disputas sobre la preeminencia científica de sus ídolos, llegando en una de aquellas ocasiones a aportar en pro de su teoría el contundente razonamiento de que "Olavide era más que San Pablo porque Olavide escribió y San Pablo no", o bien que "Olavide era más santo que San Francisco de Asís", para concluir con el irrebatible colofón de que "se cagaba en San Agustín y que sabía más Olavide que el alma de San Agustín". Y otra vez, en respuesta a un tal Juan del Pino, que sostenía la superioridad de san Pablo sobre Feijóo, también mediante el argumento de que "se cagaba en Feijóo", Palmerín, para no desmerecer en cuanto a su capacidad escatológica, respondió que él hacía lo propio en san Pablo. Agnosticismo, libertad y progreso La veneración hacia el concepto de la libertad superaba la mitificación de las personas significadas en su formulación y defensa, para trascender al propio entorno geográfico y político en que tales ideas se habían configurado. Y en este punto no faltaban quienes reconocían ventajas sobre la atrasada España a cualquier otro país en el que la libertad de conciencia gozara de predicamento; es decir, identificaban libertad, agnosticismo y progreso: en 1771 Francisco Mosquera aseguraba que "diez ingleses u holandeses saben gobernar navíos mejor que cuarenta españoles, y esto sin rezar rosarios, sin oír misas ni tener más Dios que su cafee"; o Manuel Pereda, en 1784, cuando alababa a los ingleses por "no estar sujetos a Su Santidad". Pero, sin duda, era Francia el país que concitaba a la vez más admiración y envidia, al menos hasta comienzos del XIX; sus instituciones políticas eran contempladas como dignas de ser imitadas, por cuanto allí se situaba la cuna de la libertad y sus órganos de Gobierno eran vistos como los adecuados instrumentos para llevar a la práctica la filosofía liberal. La apología de Francia suponía, por otra parte, un implícito rechazo del régimen político y del sistema confesional español, antítesis del francés. Así cabía entender las proposiciones del contador supernumerario del navío San Cristóbal, surto en el puerto de Cádiz, Joaquín Tinao, quien en 1797 proclamó que "los franceses habían hecho muy bien en abandonar la religión y que ojalá hicieran los españoles lo mismo", ya que, "si nosotros no lográbamos en España lo que queríamos era por causa de la religión en que estábamos imbuidos". Quizás su concepto de la libertad debiera entenderse en otro sentido, puesto que, apelando a las máximas liberales francesas, defendía que "fornicar con cualquier mujer, aunque fuese casada, no era pecado, por ser una cosa que la naturaleza dejaba al arbitrio del hombre". Por su parte, era el mismo año en que Juan Antonio Olavarrieta, presbítero pero conceptuado como "libertino y del siglo ilustrado", mostraba su inclinación hacia la Revolución y hacia sus máximas filosóficas, que a su juicio debían ser imitadas por los españoles. En cierta ocasión, defendió la idea de algunos franceses de que Robespierre fuera canonizado; ante el reproche de alguno de sus contertulios por esta pretensión, se limitó a preguntar a su vez "qué certeza tenía el Papa cuando canonizaba a algún santo". Otros, a propósito del régimen político de Francia, manifestaban que les resultaba preferible al de España; José Alvarez, maestro de Gramática del colegio de San Miguel de Sevilla, decía que "los pueblos que se gobiernan como República estaban más bien gobernados que los que no tienen este gobierno", y el médico de la villa de Fuentes, Antonio Navarro: "un gobierno democrático es mejor que el monárquico", que en el caso de España resultaba ser tirano y aborrecible "por los muchos pechos y cargas que el Rey echa a sus vasallos". Uno y otro personajes, procesados en torno al año 1793, no se recataban de expresar su admiración por la Convención y la Asamblea de Francia, cuyas máximas y disposiciones eran, a los ojos de Antonio Navarro, muy buenas, "pues apetecían la igualdad en toda clase de personas, ya que no había razón para que unos pagasen mucho y otros poco o nada", concluyendo por asegurar que "si en España se manejasen con la misma disposición que en la Asamblea, vivirían los vasallos con más alivio"; parece que su afición al sistema francés decreció cuando conoció la muerte del rey de Francia. Sólo una corta distancia separaba la crítica al régimen político despótico y la denuncia de las arbitrariedades de quien personificaba dicho sistema. Entre otras manifestaciones del sentir político, escandalosas por discordar del orden establecido, no podían faltar las dirigidas contra el rey, que fácilmente derivaban en injurias contra el entorno familiar regio y cortesano. Así, si para el médico Antonio Navarro "todos los reyes tienen sus pasiones y por sí sólos elevan a quien querían, como se vio con el cardenal Delgado y Floridablanca"; según el soldado Antonio de Burgos, "el rey y los ministros obraban con arbitrariedad, siendo unos bárbaros"; el presbítero Olavarrieta se desahogaba predicando con osadía que "el rey era un cabrón y la reina una puta", opinión esta última de la que participaba enteramente María Lagriva,francesa residente en Cádiz y de profesión batera (confeccionadora de batas). Alguno no se conformaba con el insulto y elucubraba con acciones más contundentes: la complacencia con que el peluquero de origen florentino Bartolomé Fabre afirmaba en 1797 que "la Francia había hecho bien en matar al rey", tal vez le hacía soñar con un final similar para el monarca español, muy en la línea de su afición de verdugo, puesto que también había hecho saber que "si pudiera le cortaba la cabeza al papa"; también era partidario del magnicidio el soldado José Bermudo, quien sostenía que "no era pecado matar al rey", de lo que se colegía que más bien sería éste un acto de justicia. INDICE |
|