Todos los caminos llevaban a la Hansa

Con la entrada en vigor del euro surge el recuerdo de la Hansa, aquella especie de Europa de los mercaderes que dio vida durante casi cinco siglos a un formidable comercio.

HIJO MÍO, ATIENDE CELOSAMENTE todos tus negocios durante el día, pero solamente llega a acuerdos que te permitan descansar tranquilo durante la noche. 

Este era el lema de ética profesional de la familia Buddenbrook, de inspiración típicamente protestante, que aparece en numerosas ocasiones en la obra de Thomas Mann, y cuya violación da paso a la decadencia de la casa. La obra del gran escritor alemán ha sido definida como un fragmento de la historia de la burguesía europea, pero antes de llegar a ello tenía en mente una realidad más reducida, circunscrita al ámbito alemán, aquella en la que se movían los últimos descendientes de la Hansa, la liga comercial que durante cinco siglos monopolizó el tráfico de los mares del Norte de Europa. En los momentos de su máximo apogeo, formaban parte de ella 150 ciudades, diseminadas en un área de radio de más de 500 kilómetros. Se trataba de un anillo que ocupaba el Norte de Europa, en el que se integraba un circuito comercial, con centro en las ferias de Champaña, que convirtió a todo el continente en un verdadero mercado común europeo.

Con anterioridad a la Hansa, el comercio existía en estas regiones, pero era minoritario y estaba controlado por escandinavos, franceses de la región del Mosa, frisones, flamencos y los habitantes de las islas Gotland, en el Báltico. Los alemanes de las ciudades ribereñas, apoyados en una tecnología naval superior, aportaron aires renovadores y, en un breve espacio de tiempo, lograron desplazar a sus competidores. Era una nueva mentalidad emprendedora que se alimentaba del expansionismo germano hacia el Este. Las extensas llanuras polacas y rusas estaban habitadas por eslavos todavía paganos, y que por ello constituían el terreno apropiado sobre el que desfogar el ardor guerrero de los caballeros teutónicos, arrojados de Tierra Santa por el Islam. Bernardo de Claraval fue uno de los inspiradores de aquella nueva y provechosa cruzada.

El juramento de Lubeck

La creación de la Liga tuvo su punto de partida en la fundación de la ciudad de Lubeck, en 1158, impulsada por el conde de Holstein, deseoso de poblar su territorio con un asentamiento abierto a las rutas comerciales del Báltico. Pero la fecha efectiva del nacimiento de la Hansa fue el año 1161, cuando los mercaderes alemanes que frecuentaban la isla de Gotland, el mayor centro comercial de la zona, hicieron un pacto de mutua solidaridad y eligieron a un Anciano (Olderman) al que otorgaron poderes jurisdiccionales.

A partir de ese momento, se extendió como una mancha de aceite su ámbito de actuación. Destaca que en esta primera época se trataba simplemente de una agrupación comercial y no política, como llegó a ser cuando las dificultades internacionales empujaron a sus dirigentes a dotarla de una dimensión institucional.

El carácter fundamental del comercio hanseático era el transporte de determinados productos entre Oriente y Occidente. La misma posición geográfica de las ciudades sugiere este papel mediador entre el Este y el Oeste: el eje principal unía Novgorod con Londres, con etapas intermedias en Reval, Lubeck, Hamburgo y Brujas, desde donde partían ramales transversales.

De Oriente llegaban pieles y cera; de Occidente, paños de lana y sal; de los ramales intermedios, cobre y hierro (Escandinavia), pescado en conserva (Islandia), cereales y madera (Prusia y Polonia), minerales (Hungría), vino (Alemania meridional y Francia)... Las ciudades hanseáticas añadían a este mercado sus propios productos: cerveza, paños de lino, sal y cereales. Como norma general, puede decirse que los miembros de la Liga importaban de Oriente materias primas y exportaban hacia allí productos manufacturados. 

En los puertos bálticos, por tanto, se embarcaban productos voluminosos y de bajo valor, en tanto que en los del Mar del Norte, las mercancías eran más reducidas pero de mucho más elevado precio. El eje principal Este-Oeste era cruzado por otro Norte-Sur, de menor importancia, que atravesaba el valle del Rin y llegaba hasta Francia e Italia, al frente del cual estaba la ciudad de Colonia. A Venecia, los mercaderes de la Hansa, que tenían su propia sede en el Almacén de los Alemanes, traían apreciadas joyas de ámbar y piezas de lino de Westfalia, en tanto que adquirían especias, seda y frutos mediterráneos.

Contactos internacionales
El mercader de la Hansa solía ser un viajero incansable, propietario de la nave y de la carga y, con frecuencia, su capitán. Con este capital, y acompañado de algunos sirvientes, se trasladaba de un puerto a otro, y realizaba el intercambio de mercancías. No se utilizaba el dinero, usándose la ancestral técnica del trueque. De regreso a su ciudad vendía las mercancías obtenidas y preparaba la siguiente expedición. Era gente ruda, que no sabía leer ni escribir, pero que manejaba diestramente la espada, para defender su carga contra los piratas o para dirimir conflictos de intereses.

Esta primitiva figura fue sustituida durante el siglo XIII por el mercader sedentario, que dirigía sus negocios desde su almacén urbano y valiéndose de intermediarios. Desde su sede enviaba las mercancías a sus filiales en el exterior, utilizando, además, una rudimentaria contabilidad; solamente se desplazaba para realizar los negocios más importantes. Así nació el gran mercader internacional, que tan sólo comerciaba al por mayor y poseía almacenes en el exterior e inmuebles en su ciudad, en la que llegaba a monopolizar la vida pública, ocupando los más altos cargos municipales.

Los grandes mercaderes acabaron constituyéndose en una casta cerrada, fundando asociaciones muy exclusivistas. Por debajo, se situaba la burguesía media que, aunque también se dedicaba a la importación-exportación, no desdeñaba el comercio al detalle. En un escalón más bajo estaban los pequeños comerciantes... Pero todos, sin excepción, eran miembros de la Hansa y gozaban de sus privilegios.

Con el paso del tiempo, aumentaron las dimensiones del comercio y el tonelaje de los navíos, lo que condujo a una cierta especialización en las funciones a realizar. Uno de los ámbitos de esta especialización fue la propiedad y el manejo de los buques: en el siglo XIV, era habitual que fueran cuatro los titulares de un barco, en tanto que, en la siguiente centuria, la propiedad de las grandes 
embarcaciones se repartía entre 8, 16 e incluso 32 personas. Este aumento en el número de propietarios de un solo barco estaba motivado, en parte, por su elevado coste, derivado de sus grandes dimensiones y complejidad; y, en parte, por la división de los patrimonios causada por las sucesivas herencias. Pero, sobre todo, primaba la voluntad de repartir los riesgos y, al propio tiempo, permitir que capitales procedentes de otras actividades fuesen invertidos en el comercio marítimo.

Los copropietarios de cada barco formaban una sociedad, que se reunía periódicamente, examinaba las cuentas del capitán, aprobaba los gastos necesarios para reparar la embarcación y repartía los beneficios entre los socios, proporcionalmente a la aportación que cada uno hubiera hecho.

El dueño en el mar
Generalmente, el capitán era uno de los socios, a menudo el mayoritario. Por su actividad no recibía salario alguno, conformándose con la parte que le correspondiese en los beneficios. Era imprescindible que estuviera casado, tuviese hijos y poseyera bienes en la ciudad; precauciones que tranquilizaban a los otros socios, porque evitaban las tentaciones de fuga con la nave y su carga. El capitán negociaba el alquiler del barco con los mercaderes, se encargaba de su equipamiento, contrataba al piloto y supervisaba las operaciones de carga y descarga de las mercancías. En el mar, su autoridad era absoluta. En caso de peligro mayor decidía cuánta y qué parte de la carga se arrojaba al mar, sin que debido a ello pudiera ser acusado de nada. La tripulación estaba generalmente compuesta por una veintena de hombres sin especialización alguna, aparte del timonel y los peones.

En los tiempos heroicos de la Hansa, reinaba en las naves un extraordinario clima de camaradería, en el que las relaciones entre el capitán y sus subordinados eran informales y amistosas; cualquier marinero podía aspirar a convertirse en dueño de una parte de la embarcación y, por lo tanto, en capitán. Pero con el paso del tiempo, se levantaron infranqueables barreras de riqueza, clase y especialización náutica, por lo que las relaciones en los barcos pasaron a ser tan rígidas como las de los cuarteles, manteniéndose de este modo hasta nuestros días. Los marineros se fueron organizando en corporaciones, contratando con la patronal los niveles salariales y los ritmos de trabajo.

Los mercaderes contrataban con el capitán del barco el transporte de sus mercancías. Para limitar el riesgo de la pérdida de la carga en caso de naufragio, era habitual dividir en varias partes el envío, que era transportado por diferentes naves. Esto se debía a que los seguros marítimos, conocidos en el Mediterráneo al menos desde el siglo XIV, no fueron utilizados en los mares septentrionales hasta muy avanzada la Edad Moderna.

Al aproximarse la época adecuada para la navegación, se efectuaban las contrataciones entre comerciantes y armadores; frente a testigos y ante una jarra de cerveza, se establecían el precio del alquiler y el resto de las cláusulas. Tras un largo período, en el que estos acuerdos se realizaban verbalmente y se confiaban a la memoria de los presentes, a partir del siglo XIV se estableció la costumbre de plasmar por escrito lo acordado: en una sola hoja de pergamino se escribían dos copias idénticas del contrato; después era rasgada por el centro de forma irregular, y cada una de las partes era guardada por uno de los contratantes como garantía. En caso de desacuerdo, las dos mitades eran presentadas a los jueces, quienes debían comprobar que coincidían. Se trataba de un sistema primitivo pero muy práctico y fue usado por los mercaderes italianos hasta el siglo XVI, cuando se sustituyó por el sistema de escritura notarial, empleado ya en toda la Era Moderna.

Viajando en convoy
En esta época, la navegación era lenta e irregular; los barcos podían avanzar contra el viento, pero sólo lo hacían en caso de necesidad; por norma general, esperaban en los puertos condiciones climáticas favorables. Se necesitaban, como media, cuatro días para ir desde Lubeck a Danzig y nueve hasta Bergen, pero los vientos contrarios podían alargar la travesía hasta tres semanas.

Especialmente difícil era la navegación en las proximidades de la península de Jutlandia, donde los barcos debían hacer frente a fuertes vientos del Oeste; por este motivo, cuando se realizaba el trayecto de Lubeck y Hamburgo, casi siempre se prefería la vía terrestre, mucho más rápida y segura.

La navegación se realizaba a la vista de la costa; cuando se requería entrar en mar abierto, además de los sistemas tradicionales de observación de los astros, se usaba la sonda marina, que permitía conocer la forma de los fondos. El uso de la brújula, que en el Mediterráneo era cono-cida  y empleada desde el si-glo XIII, no se difundió en el Báltico hasta los siglos XV- -XVI. La llanura y la monoto-nía de las costas convertían en preciosos los escasos pun-tos de referencia (bosques, islas, escolleras) y, para ayu-dar a los navegantes a orien-tarse se dotó de elevados campanarios a las igle-sias, de modo que fuese posible avistarlos desde le-jos. Un ejemplo de ellos es el de la iglesia de San Pedro -Peterskirche- de Rostock, de 132 metros de altura, visible a 50 kilómetros de distancia, en condiciones meteorológicas propicias.

El timonel de los barcos hanseáticos tenía a su disposición un manual práctico de la navegación, el Seebuch (Libro del mar), elaborado a  mediados del siglo XV, después de que durante siglos determina-das nociones y ciertos secretos del oficio hubiesen sido transmitidos oralmente de padres a hijos.

Los buques del Báltico no solían hacerse a la mar en invierno, cuando los hielos bloqueaban los puertos y convertían en extremadamente peligrosas las travesías. Una serie de graves desastres indujo a la Hansa a convertir en ley algo que hasta ese momento había sido solamente una costumbre, por lo que la navegación fue taxativamente prohibida, desde San Martín (11 de noviembre) a San Pedro (22 de febrero). Los barcos que llegaban a puerto en una fecha comprendida entre esas dos, debían presentar un certificado que atestiguase que ha-bían iniciado viaje antes del 11 de   noviembre; en caso contrario, su carga era confiscada. 

Al principio, las travesías desde un puerto a otro se efectuaban formando pequeñas escuadras, de entre cinco y diez barcos; con el paso del tiempo y el aumento de los riesgos, a causa de las guerras y de los piratas, se adoptó el sistema de los grandes convoyes, escoltados por buques de guerra. Para disminuir al máximo los riesgos se impuso, además, que la travesía de los estrechos del Oresund -brazo de mar entre Dinamarca y Suecia- se realizase solamente en tres fe-chas concretas, el 22 de abril, el 10 de junio y el 15 de agosto, siempre con la custodia de un nutrido grupo de navíos de guerra. Eran medidas que no solamente estaban destinadas a evitar los peligros, si- no, también, a conseguir que la competencia entre las mercancías dependiese de su calidad y no de su más rápida llegada al puer-to de destino.

Pero los viajes en convoy también tenían inconvenientes: aumentaba el peligro de colisión entre los barcos, que navegaban muy cerca uno de otro y se incrementaba la duración de los viajes, pues la velocidad de todos debía adecuarse a la de las embarcaciones más lentas. Los riesgos inherentes a la navegación y la lentitud de los viajes hicieron que se elevara el coste de los transportes y, por tanto, el precio final de las mercancías.

Un elemento fundamental, que servía de apoyo al mercader hanseático en el exterior, era el Komptor (banco), estructura al mismo tiempo material y administrativa, por mediación de la cual se desarrollaba el comercio y se mantenían relaciones con las autoridades del país que le hospedaba. Generalmente, se trataba de una zona del puerto, rodeada por una empalizada de madera y con una única puerta de entrada. En su interior, el mayor edificio era la iglesia, utilizada para funciones religiosas y como archivo; estaba rodeada de barracas, que servían de residencia a los mercaderes (tanto los que vivían allí permanentemente, como los que estaban de paso), de almacenes para las mercancías, de locales administrativos -con una gran sala de reuniones- y de prisión. En algunos casos, el Komptor contaba también con casas y talleres de artesanos alemanes, emigrados siguiendo a los mercaderes.

Cada Komptor tenía sus propias normas, su sello y sus organismos dirigentes, generalmente, uno a más Ancianos, ayudados por un Consejo, cuyos componentes eran elegidos entre los diferentes grupos de mercaderes agrupados por ciudades, y proporcionalmente a su número. Todos los comerciantes que llegaban, aunque estuvieran de paso, debían presentarse al máximo dirigente y jurarle obediencia. La financiación de la administración del Komptor se conseguía mediante el alquiler de los almacenes destinados a las mercancías, la imposición de multas por eventuales infracciones y el cobro de un moderado canon sobre las transacciones, denominado schoss.

El fin de la Liga, que tuvo lugar ya en la Edad Moderna, fue consecuencia de toda una serie de motivos interrelacionados. Ante todo, fue el crecimiento de la competencia entre mercaderes pertenecientes a países limítrofes (sobre todo, holandeses y escandinavos), apoyados por sus respectivos Gobiernos. Para hacer frente a la nueva situación, la Hansa no tuvo más remedio  que pasar de ser una asociación exclusivamente comercial a convertirse en un organismo político, dotado de un Consejo General (Hansetag), que se reunía periódicamente para tomar decisiones vinculantes, al menos en teoría, para todos los miembros. Pero esta estructura no fue capaz de resolver los problemas de competencia. Otro elemento disgregador fue la Reforma protestante, a la que se adhirieron con entusiasmo los pequeños comerciantes, los artesanos y las masas populares, mientras que las clases elevadas -a las que pertenecían los grandes mercaderes- permanecieron ligadas al catolicismo, lo que promovió tensiones y conflictos en numerosas ciudades.

El epílogo de la Hansa se produjo al inicio del siglo XVII, con la Guerra de los Treinta Años, que  afectó con especial intensidad a Dinamarca, el Imperio Germánico, Suecia y Polonia, el corazón del territorio en el que comerciaban los mercaderes de la Hansa. Las ciudades de la Liga intentaron permanecer neutrales, pero, influidas por las tensiones de la zona, fueron incapaces de desarrollar una política común y acabaron involucradas en el conflicto bélico. Era el punto final de una Liga que, a lo largo de casi cinco siglos, había sido capaz de convertirse en nexo de unión de realidades urbanas muy diferentes entre si.

 inicio 
 Pagina principal 
INDICE
El juramento de Lubeck
Contactos internacionales
Los barcos del Báltico
El dueño en el mar
Viajando en convoy
Lana castellana en el mercado de la Hansa
Los barcos del Báltico

El extraordinario desarrollo del comercio hanseático, a partir de mediados del siglo XIII, no se debe relacionar con la superioridad tecnológica de sus navíos. Hasta el siglo XI, los mares del Norte solamente habían conocido dos tipos de barcos, el drakkar vikingo -alargado, veloz, con remos y a vela, apto esencialmente para la piratería- y la nave tradicional de carga, rechoncha y lenta, de aproximadamente 30 toneladas e impulsada solamente por velas.

A finales del siglo XI aparece la kogge (que en el Mediterráneo se denominaría coca), con una estiba superior a las 160 toneladas; medía 30 metros de largo y 7 de anchura máxima, con cerca de tres metros de calado; una única vela la impulsaba a elevadas velocidades para la época e, incluso, la capacitaba para avanzar con viento contrario. El casco estaba formado por planchas superpuestas como las tejas de un tejado, con la quilla rectilínea. Se trataba de un avance notable con respecto a los estándares tradicionales de carga;  baste con un ejemplo apuntar que, según una crónica de la época, para salvar la ciudad de Riga de la  hambruna del 1206 fue suficiente la llegada de dos de estas kogge. Puesta a punto y experimentada durante las Cruzadas, cuando se utilizó para llevar a oriente a los caballeros teutónicos equipados para la guerra, la kogge se convirtió, en poco tiempo, en el medio de transporte característico del mercado hanseático. Un denso misterio rodea el nacimiento de este peculiar barco; parece ser que su paternidad puede atribuirse a los frisones, que en la primera mitad del siglo XI poseían naves de gran tonelaje.

En el siglo XIV, aparece un nuevo tipo de embarcación, más gruesa y panzuda, la holk, que poseía dos castillos -cada uno de ellos, con dos puentes- colocados uno a proa y otro a popa. Con el tiempo, este barco reemplazó a la kogge. Ya en el siglo XV, los mercaderes de la Hansa comenzaron a utilizar también la carabela (krawel), de origen italiano y atlántico, que permitía superar las 400 toneladas de carga. Además de estas grandes embarcaciones, capaces de enfrentarse al mar abierto, la Hansa disponía de un gran número de navíos de menor tamaño para la navegación de cabotaje y fluvial, como la schnigge, que podía transportar hasta 50 toneladas, o la balinger, de fondo plano, utilizada especialmente en el transporte de sal y de madera.

Representacion del puerto de Hamburgo en el siglo XV
Vista actual de la ciudad de Lubeck, fundada en 1158, sede de la Liga Hanseatica
Mapa de las rutas del comercio Hanseatico en los siglos XIV a XVI
Lana castellana en el mercado de la Hansa
Los reinos hispanos quedaban fuera de los mercados dominados por la Hansa; sin embargo, existían los contactos. Barcelona, Cádiz y Sevilla mantuvieron relaciones activas con la Hansa y, aunque no llegaron a unirse a ella, sí fueron ciudades aliadas. El comercio castellano de los siglos XIV y XV logró una notable transformación, alcanzando en estos años una época de bonanza sin precedentes. Los mercaderes castellanos, asociados a los armadores vascos, lograron implantar su presencia en el mar del Norte desde los puertos cántabros y vascos. Así, Castilla se convirtió en exportadora de materias primas, fundamentalmente lana, cuya producción se había visto favorecida por la creación del Concejo de la Mesta, en 1273.

Durante el siglo XIV, la lana castellana sustituyó a la inglesa en el mercado de Flandes, convirtiéndose en su principal proveedora y los tejidos flamencos, confeccionados con lana castellana coparon el mercado de la  Hansa. A principios de ese siglo, también los barcos catalanes se abrieron al mar del Norte y llevaron hasta Brujas metales, lanas y especias. A lo largo del siglo XV, la presencia de Castilla en los mercados atlánticos fue cada vez más fuerte, tanto que, en 1419, la flota castellana derrotó a los germanos en La Rochela, y pocos años después, en 1443, la Hansa aceptó que los buques castellanos monopolizasen el transporte de mercancías en esa zona del Atlántico.

A mediados del siglo XV, los buques hanseáticos llegaban a Ceuta cargados de cereales y armadores vascos transportaban trigo desde Middelburgo a Génova. Por esa época, una sociedad de Ravensburgo estaba asentada en Valencia, desde donde exportaba al Báltico fruta, azúcar, miel, cera y arroz... Posteriormente, el descubrimiento de América y de la ruta del Cabo de Buena Esperanza serían dos de los factores que aceleraron el proceso de decadencia de la Hansa.