SUCESOS
LAS CRUZADAS

Tenso por la emoción del momento, el papa Urbano II abandonó el recinto donde acababa de celebrarse el concilio de Clermont (Francia) y salió al atrio del templo. Una ansiosa muchedumbre lo aguardaba desde hacía varias horas. Era el 28 de noviembre de 1095, día en el cual la cristiandad iba a escu-char un mensaje que influiría buena parte de su historia en los siguientes dos siglos: "Turcos y persas, árabes y agarenos han invadido Antioquía, Nicea e incluso Jerusalén, que guarda el sepulcro de Cristo". 
La voz de Urbano II se alzó por sobre  la anhelante muchedumbre y sintetizó, con encendidas palabras, lo que nobles y ple-beyos ya sabían: "Dueños absolutos de Palestina y Siria, han destruido las basílicas e inmolado a los cristianos como si fueran animales. Las iglesias, donde antes se celebraba el divino sacrificio, han sido convertidas por los paganos en establos para sus bestias".
El papa continuó un pormenorizado relato de lo que estaba ocurriendo en Tierra Santa. Durante el tiempo en que los Santos Lugares permanecieron en poder de los musulmanes se había establecido una relación amistosa entre ellos y los peregrinos cristianos, que podían visitar el sepulcro sin impedimentos. Pero en su expansión territorial, los turcos seljúcidas ocuparon Jerusalén y desencadenaron una persecución sistemática, que a lo largo de catorce años fue creciendo en ferocidad. Las noticias de esta violencia llegaron a Europa por boca de los propios peregrinos, pero fueron especialmente enfatizadas por Pedro el Ermitaño, extraño personaje que con sus discursos encendió la indignación general hasta hacerla clamar venganza.

La respuesta del papa fue concisa y clara. "¿A quién corresponde vengar estas injurias y recobrar estas tierras sino a vosotros? Tomad el camino del Santo Sepulcro, arrancad aquellos lugares al poder de esa raza maldita y ponedlos bajo vuestro dominio . . ." Eran las palabras esperadas por la multitud; provocaron de inmediato el efecto buscado por Urbano II. En respuesta al llamado papal, un grito unánime fue ganando la plaza hasta hacerse ensordecedor: "¡Dieu lo volt!" "¡Dieu lo volt!" (¡Dios lo quiere!). La máxima autoridad eclesiástica convirtió esta exclamación en la consigna oficial que guiaría a quienes emprendieran la marcha. En medio del jú-bilo se dispuso que los expedicionarios se reconocieran por una cruz roja en la ves-timenta, distintivo que hizo se le diera a la empresa el nombre de "cruzada"'. Y así, la determinación de reconquistar los Santos Lugares, el grito de combate y el sím-bolo se sumaron y dieron nacimiento a un esfuerzo colosal.

Un mundo en sombras
Para el hombre europeo de los años 1000, la vida carecía de horizontes definidos. Con la caída de los grandes imperios, pero de manera especial con el desmembramiento del Sacro Imperio creado por Carlomagno, el feudalismo se extendió por toda Europa e impuso un nuevo tipo de relación social: el juramento de lealtad que vinculaba al vasallo  con un señor; a cambio de esta fidelidad, el señor concedía a su vasallo un feudo y le garantizaba protección.
Al desaparecer las grandes urbes como Atenas y Roma, Europa se fraccionó en pequeños reinos, en los que surgieron infinidad de aldeas en torno al castillo señorial. La vida allí transcurría monótona y sin perspectivas de cambio. El señor disponía de sus propiedades y de sus hombres, tanto para la producción agrícola como para la guerra con los feudos vecinos. Sostenía una  relación distante con el rey, quien para mantenerlo fiel a la corona le otorgaba; prerrogativas y donaciones de tierras que  aumentaban, territorial y jurídicamente, su poder feudal. El soberano, por su parte, trataba de mantener un mínimo de cohesión entre los dominios fraccionados, pero veía mermado su poderío  en la pugna permanente con la Iglesia, que aspiraba en  convertirse en el único poder universal.

En el otro extremo de la escala social, el hombre común vivía  sometido a la servidumbre, a los temores de un mundo que la ciencia todavía no había descifrado, al res-peto por una Iglesia todopoderosa y a la cual le reconocía la capacidad de adminis-trar justicia tanto terrenal como celestial. Lleno de miedos e incertidumbres, este hombre vivía en pequeñas construcciones que eran el símbolo de su propia existencia: en lugar de las casas romanas, construidas alrededor de un patio central y con habitaciones espaciosas plenas de luz, habitaba en chozas frías y lúgubres, apenas iluminadas por diminutas ventanas. Los hábitos higiénicos, que tan alto desarrollo habían alcanzado en los imperios desapare-cidos, perdieron su importancia hasta casi extinguirse; de ahí que se incrementaran las enfermedades infecciosas, grandes epidemias que estuvieron a punto de diezmar a Europa en varias ocasiones. Como manifestación cotidiana de las sombras que se apoderaron del mundo, la ropa dejó de ser ligera y sensual y se convirtió en pesadas prendas que cubrían el cuerpo del cuello hasta los pies.
   
El comercio y la industria estaban detenidos en su desarrollo, salvo en los asentamientos marítimos (Venecia, Génova, Pisa).  La ciencia y el conocimiento hacían escasos progresos (a excepción de España, donde la influencia árabe producía avances en todas las ramas del saber), y el arte otrora dejó su lugar a un artesanado que lentamente mejoraba sus técnicas. Sólo Iglesia desarrolló una función dinámica tras los muros de los monasterios, y proclamó el valor universal de su fe, a la vez que aportó un elemento desconocido en los siglos anteriores: la igualdad de todos hombres ante la mirada de un ser supremo Así revitalizó el interés de conocer, peregrinando hasta ellos, Los Santos Lugares.

Cuando Urbano II convoca a la cruzada, lo hace esgrimiendo el motivo declarado de reconquistar Jerusalén, pero estudiosos modernos como Carl Grimberg y Steven Rurcinam estiman que también encontró en e la posibilidad de solucionar difíciles problemas políticos y demográficos. La expedición era un magnífico medio para alejar sus reductos a los señores y caballeros belicosos; para comprometer a reyes y prínci-pes en una empresa motivada y dirigida por la Iglesia, para canalizar, con promesas de un mundo mejor, las inquietudes de los humildes. Los nobles tendrían la oportunidad de poner en práctica sus afanes combativos; los siervos, la opción de liberarse de su sojuzgamiento; todos: la ocasión de enrique-cerse de una vez y para siempre. Urbano aprovechó esta conjunción de factores y prometió para los cruzados el perdón de sus pecados, la condonación de sus deudas y el enseñoramiento de las tierras que conquistaran, en las que "fluían leche y miel, como en otro paraíso de delicias", mientras que las que dejarían eran "demasiado angostas para vuestra población" y carentes de recursos alimenticios. Para una Europa empobrecida, pero especialmente para una Francia al borde de la hambruna, tales promesas no podían ser más tentadoras.

La cruzada de los pobres
El llamamiento de Urbano II produjo dos consecuencias inmediatas: por un lado la organización, a cargo de la nobleza, de una expedición oficial a Tierra Santa; por otro, el movimiento espontáneo del pueblo, de hombres y mujeres anónimos que, entusias-mados por las promesas papales, se pusieron bajo el mando de Pedro el Ermitaño, para que éste guiara la cruzada popular. 
Si bien no hay constancia de que Pedro hubiese estado presente en el llamamiento oficial de Urbano en Clermont, lo cierto es que antes que acabara 1095 ya andaba predicando por pueblos y zonas campesinas de Francia la necesidad de la cruzada. Hombre extraño, Pedro llevaba una vida casi de mendigo: vivía de la caridad pública, vestía sucios harapos, mientras que insistía en que el segundo advenimiento del Redentor se hallaba próximo. Los pobres, profundamente imbuidos de sentimiento religioso, veían en él a un visionario; su aspecto paupérrimo contribuía a crearle la aureola de santidad que lo rodeaba. Sus discursos encendidos y pasionales, despertaban el entusiasmo general.   

A tenor de la proclama de Urbano, se lanzó a reclutar gente, sobre todo siervos, a fin de llevarlos en calidad de jefe hacia Jerusalén. Después de atravesar Francia se encaminó a Alemania, enviando discípulos hacia los lugares que él no podía visitar. Pronto comenzó a seguirlo una multitud harapienta calculada en cincuenta mil personas, entre las que había de todo: labriegos del noreste europeo, que luego de las incursiones de bárbaros y escandinavos no tenían tierra para cultivar, habitantes de aldeas que no contaban con la protección de un señor ni de la Iglesia, familias enteras que buscaban en la emigración una posibilidad de asentamiento y desarrollo; en suma, una hueste de mendigos o casi, guiada únicamente por la fe.
La multitud recorrió en pesados y sucios carromatos los intransitables caminos de Europa medieval. Su objetivo era Constantinopla, como paso previo para llegar al Santo Sepulcro. En tan extenuante marcha, Pedro continuaba predicando; su ejército veía por dicho motivo constantemente engrosado por nuevos campesinos, caballeros empobrecidos, bandoleros y criminales. En Alemania se le sumaron algunos señores. Camino de Oriente, cometieron todo tipo de atrocidades, obsesionados por la idea matar infieles y por la necesidad de alimentarse. Finalmente, enfermedades diversas y el cansancio de una travesía interminable produjeron los explicables estragos. Tan sólo un número reducido de astrosos cruzados llegó a Constantinopla a finales del verano de 1096. Allí se embarcaron con rumbo al Asia Menor, donde después varias batallas fueron aniquilados por los turcos, que dominaban extensas zonas. Unos pocos sobrevivientes lograron regresar a Constantinopla, la orgullosa capital del Imperio Bizantino; allí recibieron algo de ayuda. De Pedro el Ermitaño, generador y conductor de esta cruzada de los pobres,  no se tuvieron más noticias.
El primer intento por reconquistar Jerusalén había resultado un completo fracaso.
  
La cruzada de los principes
Mientras estos acontecimientos ocurrían sin la autorización del papa (pero también sin su reprobación), nobles y señores reclutaron pacientemente un formidable ejército: sesenta mil cruzados salidos tanto de la nobleza como del pueblo franco e itálico. E grupo de normandos italianos estaba conducido por Bohemundo de Tarento, los franceses por Raimundo de Tolosa, los flamencos por Godofredo de Bouillon y los valones por su hermano Balduino. En abril 1096, las cuatro expediciones partieron de distintos puntos de Europa, habiendo acordado encontrarse en Constantinopla, donde el emperador bizantino Alejo Comneno los aguardaba con sentimientos de satisfacción e inquietud.
Las relaciones entre Roma y Bizancio eran en esa época algo más que difíciles, a consecuencia de sus divergencias sobre el culto. Constantinopla aspiraba a una autonomía que el papa no estaba dispuesto a concederle; por esta causa, los conflictos habían llegado a un punto en el que la ruptura definitiva parecía inminente. Así, la cristiandad se hallaba dividida en dos bandos al producirse el avance turco sobre Bizancio, el gran baluarte cristiano en Oriente, que obligó a los desavenidos a zanjar diferencias y buscar una estrategia única contra el enemigo común. En este marco, los nobles europeos iniciaron su cruzada, la cual revestía para los bizantinos un doble significado. Por una parte, y de ahí la satisfacción de Alejo, creaba un dique de contención ante el avance turco; por otro lado, lo que motivaba la inquietud del emperador: el temor de que los cruzados, después de ocupar los territorios usurpados, crearan reinos independientes y disminuyeran su autoridad.
A comienzos de 1097, los cuatro ejércitos se encontraron en Constantinopla, y sus jefes, cada uno por separado, establecieron acuerdos con Comneno para someter a nombre de éste las tierras reconquistadas. A cambio de estas promesas, el emperador se comprometía a facilitar los medios para que los cruzados pasaran sin inconveniente por el Asia Menor.

Poco antes de que finalizara el año, los comandantes cristianos cumplieron su palabra y pusieron bajo el dominio de Alejo los territorios arrebatados a los turcos. Pero al llegar a Edesa (que reconquistaron sin violencia) decidieron instalarse en ella convertirla en principado. Luego iniciaron el asedio de Antioquía, a la que amenazaron durante seis meses. Esta batalla por la gran ciudad amurallada se considera como la más importante de todas las libradas durante la guerra santa, y en ella los cruzados perdieron lo mejor de sus tropas. Después pasaron a Trípoli, y por último, el 15 de julio de 1099, a tres años de haber Iniciado la marcha y luego de cinco semanas de lucha ocuparon Jerusalén. En salvaje acometida dieron muerte a todos los turcos y demás infieles que la habitaban, al extremo que un cronista de la época asegura que "la sangre llegaba hasta los tobillos de los cruzados". Al anochecer, con la ciudad en su poder y las manos todavía ensangrentadas, oraron ante el Santo Sepulcro. Quince días más tarde y sin saber el éxito obtenido por los cruzados, moría en Roma Urbano II.

Nacimiento de Ultramar  
Los territorios reconquistados fueron repartidos de la siguiente forma: Edesa para Balduino, Antioquía para Bohemundo, Trípoli para Raimundo y Jerusalén para Godofredo. Todos quedaron como feudatarios de éste, que fue reconocido cabeza del Reino Latino de Jerusalén. Estos señoríos construyeron una larga cadena de fortalezas y puertos fortificados a lo largo de la costa mediterránea, y para llamarlos de manera uniforme se les dio el nombre de Ultramar.

Demostradas sus aptitudes guerreras, los hombres que habían reconquistado para la cristiandad Tierra Santa trataron de imponer en sus feudos un tipo de vida similar al que llevaban en Europa. Sin embargo, las cosas no podrían ser iguales, toda vez que la realidad ante la que se encontraban distaba mucho de ser similar a la europea. Esto se puso de manifiesto durante su estancia en Constantinopla, donde encontraron una civilización culta y refinada de la que no tenían sino difusas noticias. Cuando partieron para su legendaria empresa, Roma, París o Londres no pasaban de ser rudimentarias ciudades con mercados más o menos importantes; Constantinopla, en cambio, era una auténtica capital imperial; sus calles pavimentadas se engalanaban en las noches, merced a la iluminación artificial; en sus tiendas se comerciaba con todo tipo de productos, la gente disfrutaba de parques, teatros y de un hipódromo. Constantinopla se enorgullecía también de mansiones donde vivían los grandes señores, entre mármoles, mosaicos, piedras preciosas y tejidos extraordinarios.

El encuentro con esta cultura resultó un descubrimiento para los cruzados, ya fueran éstos señores o simples soldados convertidos después del triunfo en colonos de las tierras ganadas tras duras batallas. Para todos, de una u otra forma se hacían realidad las promesas del papa, y el mundo sombrío dejado atrás parecía esfumarse en un presente pródigo de novedades. Porque más allá de la reconquista, el proceso que se produjo en Ultramar resultó todo lo contrario de aquello que los europeos querían promover. Fueron ellos, y no los vencidos, quienes modificaron sus costumbres para adoptar las recién descubiertas. Rápidamente se habituaron a las construcciones de amplios ventanales que permitían el paso libre de la luz; muy pronto se acostumbraron a suntuosos mobiliarios incrustados con nácar, a elegantes cortinajes de brocado, a cómodas alfombras persas. También se dejaron seducir por las elaboradas comidas orientales (ellos, que en Europa comían poco y mal), por el uso de suaves perfumes, por el empleo de sábanas y manteles, así como por la utilización de vajillas labradas en oro y plata.
Quienes se quedaron en Antioquía admiraron la excelente construcción de los acueductos, y asimismo las tuberías que llevaban el agua hasta las casas particulares, muchas de las cuales poseían sus propios abastecimientos. En Jerusalén, donde no existía agua en abundancia como para propiciar esas obras, se habían instalado depósitos bien organizados y un sistema de desagüe que funcionaba a la perfección. Las grande fortalezas fronterizas también gozaban de similares comodidades: baños, salones elegantes y suntuosas salas de recepción.
Los cruzados reconquistaron Jerusalén, pero ellos fueron los conquistados por los adelantos de la civilización musulmana pervivientes en los Santos Lugares. Después de veinte años de instalados victoriosamente en el Reino Latino de Jerusalén, de hecho habían dejado de ser europeos para convertirse en extranjeros íntimamente integrados a la tierra conquistada. Los peregrinos que visitaban el Santo Sepulcro regresaban a Europa, volvían con noticias tanto de la refinada civilización que presenciaron como de la situación en que vivían quienes se habían radicado en Ultramar. El cambio fue tan extremo que el clérigo Fulberto de Chartres lo resumió así:  "El romano y el franco se han vuelto galileos o palestinos. Ya hemos olvidado nuestros hogares de nacimiento”. La integración  de los conquistadores resultó tan grande que al producirse la segunda cruzada en  1147, se especuló que su escandaloso fracaso fue debido a la tibia colaboración recibida en Ultramar.

EL LEGADO DE LAS CRUZADAS
No todos los cruzados que llegaron a Palestina se quedaron en Ultramar; algunos una vez reconquistados los Santos Lugares, optaron por regresar a su lugar de origen en la  conciencia de haber cumplido con su fe. Fueron ellos los primeros en traer noticias de una civilización notablemente avanzada en relación a la europea. Más tarde, durante el incesante ir y venir de viajeros que propiciaron los doscientos años de cruzadas, estos contactos se hicieron más sólidos y profundos, transformándose en influencias orientales sobre la vida de Europa.
Sin duda, el aspecto más significativo de este proceso fue de orden económico: a partir de la cuarta cruzada, los grandes centros marítimos italianos (Génova, Venecia, Pisa) comenzaron una expansión mercantil cuyo punto de partida es el comercio con Oriente. Se traficó con tejidos de Trípoli, Antioquía, Tiro y Damasco, con sedas de China, algodones de Persia, pieles de Armenia, plumas de avestruz de Arabia, vidrios y cerámicas de San Juan de Acre y Jafa, todos productos desconocidos en la Europa medieval. Al mismo tiempo, este comercio fortaleció a los mercaderes en detrimento de la nobleza, iniciando así la paulatina transformación que habría de modificar por completo la estructura social europea.
Pero si las consecuencias económicas de las cruzadas tuvieron resonancias tan amplias, no menos significativos fueron sus efectos sobre diversos aspectos de la vida cotidiana. Por el influjo de cruzados y peregrinos, Europa vio enriquecidas sus costumbres culinarias al conocer especias como el jengibre, la pimienta y el clavo, que llegaron de Oriente junto con la nuez moscada, la canela, los higos, los dátiles, las almendras, el arroz y el azúcar. Los placeres de la vida hogareña fueron estimulados con plantas aromáticas como el rosal y el lirio; los conocimientos medicinales con bálsamos anestésicos para la cirugía; los ritos familiares con la aparición de buena costumbres en la mesa; la comodidad doméstica con la incorporación de las alfombras que reemplazaron las antiguas esteras de paja y juco. Las mujeres comenzaron a utilizar refinados perfumes, los hombre baños de vapor; y ambos: espejos de cristal en lugar de los antiguos discos de metal pulido.
Igualmente grande fue la influencia oriental en la arquitectura, que modificó por completo los conceptos para la construcción de castillos y fortalezas, favoreciendo sus recursos defensivos y su funcionalidad general. Otro tanto ocurrió con la teórica de la fabricación de armas, que perfeccionó las existentes, creando algunas en atención de los requerimientos propios de la guerra; también se modificaron las técnicas para emplearlas tácticamente y la destreza individual en su manejo.

Por último, las ciencias fueron beneficiadas en cuestiones de álgebra y astronomía, además de que gracias a los cruzados se conocieron en Europa los fertilizantes, el papel y los números arábigos, tres elementos de singular importancia en desarrollo histórico de Occidente.

Jerusalén perdida y nunca más recuperada.
Sin embargo, la meta declarada por quienes organizaron dicha expedición fue, precisamente, respaldar a Ultramar contra los constantes peligros que significaba para su seguridad el mundo islámico que tenía a sus espaldas. En la nochebuena de 1144, los musulmanes reconquistaron Edesa y pusieron en precaria situación a las otras poblaciones cristianas. Ante estos hechos, Bernardo de Claraval llamó a una segunda cruzada que contó con la participación personal de dos monarcas, Luis VII de Francia y Conrado III de Alemania. Confusa desde sus inicios, esta expedición duró dos años, al final de los cuales no sólo no retomó el poder de Edesa, sino que terminó disgregándose, dejando librados a sus propios medios a los restantes baluartes de Ultramar.
Dentro de Jerusalén, Trípoli y Antioquía, estas noticias provocaron gran alarma. Si bien existían las órdenes de los Templarios y los Hospitalarios, fundadas por caballeros franceses que hicieron voto de pobreza, castidad y obediencia para defender por las armas el reino de Jerusalén, sus fuerzas no eran superiores a los veinte mil hombres y no disponían del armamento necesario para enfrentarse a una invasión en masa. Esta se produjo en 1187, comandada por el sultán Saladino, quien expulsó a los cristianos de los territorios ocupados. Europa quiso responder con una tercera cruzada, organizada casi cien años después que la primera, y que pareció tener el espíritu y la determinación de aquélla, aunque nunca obtuvo sus mismos resultados. Esta cruzada llevó a Oriente un gigantesco ejército guiado por los tres reyes europeos más poderosos: Federico Barbarroja, de Alemania (que murió ahogado antes de entrar en acción); Felipe Augusto, de Francia (que regresó con la mayoría de sus hombres, luego de haber entablado duros combates); y Ricardo Corazón de León, de Inglaterra (que llegó a establecer un acuerdo con Saladino, aunque sin recuperar ninguno de los lugares perdidos).
Hubo luego otras cinco cruzadas, cada de las cuales desvirtuaba aún más los objetivos originales. Nebulosas razones políticas y claros motivos fueron sus fundamentos, aunque siempre bajo el estandarte  recuperar el Santo Sepulcro y con el  grito de "¡Dios lo quiere!" En 1291, finalmente, las fuerzas del Islam ocuparon San Juan de Acre, el último bastión cristiano en Tierra Santa, y las cruzadas llegaron a su fin.
De alguna forma, era el final lógico para ana empresa que a lo largo de dos siglos vio transformada su intención primera. Europa había entrado en la economía mercantil en lugar del intercambio, y ello favoreció el auge de los mercaderes, enriquecidos a través del comercio propiciado por las cruzadas. Paralelamente, la nobleza veía mermado su poderío económico y debía conceder la libertad a ciudades y siervos. Las poblaciones se volvían autónomas y pujantes, modificando lentamente las relaciones de poder. Los conocimientos técnicos, así como los hábitos y costumbres traídos de Oriente se incorporaron al saber y la vida occidentales. Las brumas de la Edad Media comenzaban a disiparse y un nuevo espíritu animaba a los hombres, un espíritu que ya no comprendía la necesidad de reconquistar unas tierras lejanas, pero que en cambio afirmaba el deseo de consolidar su propio desarrollo. Poco a poco se abría el camino hacia el Renacimiento. Las cruzadas pasaban a la historia.

LA CRUZADA DE LOS NIÑOS
En 1212 dos jovencitos afirmaron ser depositarios de un mandato divino: organizar una cruzada de niños para reconquistar los Santos Lugares. El primero de ellos, Nicolás, partió desde Colonia y fue pronunciando arengas por los pueblos hasta reunir unos veinte mil muchachos, todos dispuestos a seguirlo para cumplir con la supuesta orden de Dios. Así atravesaron los Alpes, en un penoso intento por llegar a Génova donde esperaban embarcarse rumbo a Palestina. Muchos murieron de hambre y frío, pero otros lograron su cometido aunque en la ciudad italiana fueron disuadidos por el propio papa. Algunos optaron por regresar a sus lugares de partida y otros prefirieron quedarse trabajando en Italia, desempeñando los hombres los más diversos oficios y las muchachas entrando en prostíbulos.
El otro niño que declaró haber sido ungido por Dios, fue el francés Esteban. Con similares procedimientos a los utilizados por Nicolás, logró reunir un contingente de treinta mil jóvenes que se encaminaron hacia Marsella, cruzando Provenza. En la ciudad portuaria esperaban que las aguas se separaran para que ellos pudieran cruzar. Cuando el milagro no ocurrió, buscaron ser transportados en barcos. Inescrupulosos mercaderes les prometieron llevarlos a su destino, pero en realidad cambiaron de rumbo y los vendieron como esclavos en el Norte de Africa y en Egipto.

 INICIO 
 INDICE 
INDICE
Un mundo en sombras
La cruzada de los pobres
La cruzada de los principes
Nacimiento de Ultramar
 EL LEGADO DE LAS CRUZADAS
Jerusalén perdida y nunca más recuperada.
ARMAMENTO DE LOS CRUZADOS
LAS OCHO CRUZADAS
EL SITIO DE JERUSALÉN
LA CRUZADA DE LOS NIÑOS 
Distribucion politica de Europa y el Mediterraneo en 1907
Papa  Inocencio III impulsor de la IV Cruzada
LAS OCHO CRUZADAS
Primera (1096-1099) Auspiciada por el papa- Urbano II, tuvo por meta la reconquista de Jerusalén. Fueron sus jefes Godofredo de Bouillon, Raimundo de Tolosa, Bohemundo de Tarento y Balduino. Terminó con la ocupación de Tierra Santa.

Segunda (1147-1149). Predicada por Bernardo de Claraval, la comandaron el rey de Francia, Luis VII, y el emperador de Alemania, Conrado III. Con ella se quiso defender al reino de Jerusalén contra los ataques turcos, pero fracasó rotundamente.

Tercera (1189-1192). Organizada y conducida por Federico Barbarroja, de Alemania, Felipe Augusto, de Francia, y Ricardo Corazón de León, de Inglaterra. Su misión fue recuperar Jerusalén que había sido conquistada por el sultán Saladino. Terminó también en un fracaso.

Cuarta (1202 – 1204). Propuesta por el papa Inocencio III, tuvo por jefe a Bonifacio de Monferrato. También se propuso reconquistar por su acción las tierras ocupadas, pero los arreglos de Bonifacio con los mercaderes de Venecia la convirtieron en una expedición de saqueo a Constantinopla.

Quinta (1217 - 1221). Proyectad en el Concilio de Letrán (1215), se la llamó la Cruzada Húngara porque fue comandada por André II, rey de Hungría. Se fijó como meta la conquista de Egipto pero no la pudo alcanzar, siendo derrotada en El Cairo.

Sexta (1228 - 1229). Anunciada por el emperador alemán Federico II, fue dirigida por él mismo sin la aprobación de la Iglesia. Si bien aspiraba a recuperar Jerusalén prefirió la diplomacia a la lucha armada y negoció con el rey de Siria una tregua de diez años que permitía el libre acceso de peregrinos cristianos a los Santos Lugares.

Séptima (1248 - 1254). Fue decidida en el Concilio de Lyon (1245), después que Jerusalén cayó nuevamente en poder de los turcos.  La dirigió contra Egipto, bajo cu control estaban los Santos Lugares,  el rey Luis IX de Francia. Terminó con una completa derrota.

Octava (1268 - 1270). Se optó por ella a resultas de nuevos reveses para la cristiandad en Oriente. También fue capitaneada por Luis IX, quien a instancias de su hermano prefirió hacer un ensayo dirigiéndose a Túnez, donde murió durante el sitio.

Miniatura de fines del siglo XI
Federico II comandante de la VI Cruzada y sus caballeros
EL SITIO DE JERUSALÉN
Durante este sitio padecimos el tormento de la sed a tal punto que cosimos pieles de bueyes y búfalos en las que llevábamos agua a lo largo de seis millas. El agua que nos daban semejantes recipientes era infecta y tanto como esa agua fétida lo era el pan de la cebada, motivo diario para nosotros de molestia y aflicción. Los sarracenos, en efecto, tendían lazos secretamente a los nuestros infectando fuentes y manantiales, mataban y despedazaban a todos los que encontraban y ocultaban el ganado en las cavernas y grutas.
Nuestros señores estudiaron entonces los medios de atacar la ciudad mediante máquinas, a fin de poder penetrar para adorar el sepulcro de nuestro Salvador. Se construyeron dos castillos de madera y no poco número de ingenios. El duque Godofredo estableció un castillo guarnecido de máquinas y el conde Raimundo hizo lo mismo. Se hacían traer madera de tierras lejanas. Los sarracenos, viendo a los nuestros construir máquinas, fortificaban admirablemente la ciudad y reforzaban las defensas de las torres durante la noche.
Después, habiendo reconocido nuestros señores el lado más débil de la ciudad hicieron transportar el sábado por la noche nuestra máquina y un castillo de madera: era en el punto Este. Lo levantaron al apuntar el día y después prepararon y guarnecieron el castillo el domingo lunes y el martes. En el sector Sur, el conde Saint Gilles hacía reparar máquina. En este momento sufrimos tal sed, que un hombre no podía, pagando un dinero, obtener agua suficiente para saciarse.
El miércoles y el jueves atacamos fuertemente la ciudad de todos lados, pero antes que la tomásemos por asalto, obispos y sacerdotes hicieron decidir, con sus plegarias y exhortaciones, que se haría, en honra de Dios, una procesión en derredor de las murallas Jerusalén, y sería acompañada de plegarias, limosnas y ayunos.
El viernes por la mañana dimos un asalto general a la ciudad sin poder abrir brecha; estábamos en estupefacción y en gran temor. Después, al aproximarse la hora en que Jesucristo consintió en sufrir por nosotros el suplicio de cruz, nuestros caballeros apostados sobre el castillo se batían con ardor, entre otros el duque Godofredo y el conde Eustaquio su hermano. En este momento uno de nuestros caballeros llamados Lietaldo escaló el muro de la ciudad. Pronto, desde que hubo ascendido, todos los defensores huyeron desde los muros a través de la ciudad y los nuestros los siguieron y acosaron, acuchillando y matando hasta llegar al templo de Salomón.
Por su parte, el conde Raimundo, situado a Mediodía, condujo su ejército y el castillo de madera hasta cerca del muro. Pero entre castillo y muro se extendía un foso, en que se mandó pregonar que quien llevase tres piedras a ficho foso cobraría un dinero. Fue preciso para colmarlo tres días y tres noches. En fin, rellenando el foso, se aproximó al castillo y lo apoyaron contra la muralla. En el interior los defensores se batían con vigor contra los nuestros usando fuego y piedras.
El almirante que mandaba la Torre de David se rindió al conde y le abrió la puerta en la que los peregrinos tenían costumbres de pagar el tributo. Entrados en la ciudad los peregrinos perseguían y mataban a los sarracenos hasta el Templo de Salomón, donde se habían reunido y donde abandonaron a los nuestros el más furioso combate durante toda la jornada hasta el punto que el Templo entero goteaba sangre.
Relato de la reconquista de Jerusalén narrado por un cronista anónimo que participó en ella.
Castillo medieval

ARMAMENTO DE LOS CRUZADOS
En los combates por la reconquista de Tierra Santa, los cruzados recurrieron a todos los implementos de lucha que fueron creados o perfeccionados durante el curso de muchas guerras. Defensivamente estos recursos comenzaban con las prendas de vestir utilizadas en el campo de batalla: dado que por lo general había enfrentamientos cuerpo a cuerpo, adquiría singular importancia la vestimenta, no tanto como uniforme sino como arma.
El cruzado se cubría con un jubón  que le llegaba hasta la cintura. Se trata de una prenda ajustada, de  malla, confeccionada con cuero o lino, a la que se le cosían pequeños anillos metálicos como elemento protector. La cabeza del beligerante quedaba cubierta por una capucha que caía sobre los hombros; sobre ella se ponía el casco de hierro.  Vestía unos calzones ceñidos, encima de los cuales colocaba una de metal que lo protegía desde rodilla hasta el tobillo. El cruzado completaba este arreo con un escudo de madera o cuero

Como armas de ataque individuales, el guerrero usaba espadas y diversos tipos de lanzas, además del mazafruto (pequeño instrumento de madera con un elástico para arrojar piedras o recipientes con materiales inflamables). El resto del armamento era de uso colectivo y consistía en catapultas, máquinas articuladas por un contrapeso para lanzar enormes piedras o artefactos incendiarios; balistas, arcos sobre bastidores que disparaban todo tipo de proyectiles; arietes, enormes vigas de madera que se desplazaban sobre rodillos para derribar las puertas de acceso a las fortalezas; manteletes, gruesos cuadrados de madera que se movían sobre ruedas detrás de los cuales podían agazaparse dos hombres mientras avanzaban hacia su objetivo; vineas, grandes aparatos empleados como protección en los ataques masivos; escalas, utilizadas para subir hasta lo alto de las murallas; y torres movibles, combinación de vinea y escala que se movía sobre grandes ruedas transportando en lo alto a los cruzados que iniciaban el ataque final sobre la fortificación.


 
 
 
 
 
 
 
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