Deben las Fuerzas Armadas
Combatir el Narcotráfico y Otras
Amenazas no Convencionales?
Comodoro (R) José C. D’Odorico, Fuerza Aérea Argentina
Las Fuerzas Armadas, instituciones que son empleadas como el “argumento final” para combatir los enemigos de una nación, están enfrentadas a nuevas amenazas no convencionales que ponen en riesgo la seguridad nacional. ¿Deben intervenir aunque sus misiones históricas no lo prevean? Hay que responder con decisión a este interrogante crucial.
He aquí una pregunta que hoy es motivo de controversias en las Américas, porque trae a la consideración de estrategas y políticos una hipótesis propia de la posguerra fría. Su análisis es causa de no pocos dolores de cabeza en la mayor parte de los gobiernos del continente porque, de pronto, perciben que una delincuencia de alto vuelo que comenzó a mostrar sus dientes medio siglo atrás comienza a plantear un inédito problema de seguridad nacional en numerosos estados de la región.
Mientras tanto, las Fuerzas Armadas nacionales siguen recibiendo misiones fundadas en las constituciones nacionales o en leyes específicas que les otorgan legitimidad y justificación legal. Esquemáticamente, tales misiones están representadas por el deber de defender a los países de origen y sus instituciones de todo enemigo externo. Si nos remontamos en la historia, el soldado apareció porque la comunidad necesitaba defenderse contra toda forma de amenaza externa y este es un criterio que se ha conservado en el tiempo. Por lo tanto, los primeros ejércitos se armaron con lo que pudieron para proteger a sus hermanos de raza con el fin de brindarles lo que ellos necesitaban: seguridad para sus rutinas domésticas y sus vidas, territorio, y posibilidad de obtener alimentos y alojamiento. Pero también esas congregaciones tribales descubrieron que si aumentaban el número de sus soldados y conseguían armarse con elementos contundentes superiores a los de sus vecinos, hasta podían intentar apoderarse del territorio y los bienes de que disfrutaban aquéllos para aprovecharlos en su beneficio. En otras palabras, comprobaron que la ejecución de las correrías externas podía reportarles interesantes botines a costa de las pérdidas que sufrían los vencidos.
A pesar que la tecnología y las ciencias de nuestros días han trocado esas hordas primitivas en ejércitos de rápido desplazamiento, integrados por profesionales cuyas armas pueden causar daños mayúsculos, la función de las fuerzas militares poco se modificó en lo esencial. No obstante, la histórica responsabilidad de proteger a los conciudadanos contra agresores extranjeros ha experimentado ciertas variantes que merecen algunas observaciones. Las poderosas Fuerzas Armadas actuales que sirven de escudo a las comunidades nacionales, siguen justificando su existencia en la necesidad de defenderlas de cualquier tipo de amenaza externa que perturbe su tranquilidad y su vida. Aunque en muy pocos casos, Fuerzas Armadas también continúan siendo empleadas audazmente por presencia o acción para conquistar ventajas políticas o económicas a expensas de países más débiles. Para prevenir la expansión de estos ejemplos, la comunidad internacional ha puesto en acción un conjunto de anticuerpos políticos y militares (alianzas bilaterales y multilaterales, ONU, OTAN y otras organizaciones defensivas) suficientemente poderosos como para disuadir a los más osados y hasta para reprimir las ambiciones desmedidas de los descontrolados. Pero, para seguir el hilo de nuestra reflexión debemos retener que las Fuerzas Armadas continúan siendo mayoritariamente pensadas, organizadas y empeñadas en operaciones contra amenazas externas.
Las Fuerzas Armadas Institucionales
Las Fuerzas Armadas, por el poder de fuego y destrucción que administran, son comandadas políticamente por el presidente o jefe de gobierno de cada Estado pues representan la “ultima herramienta” para asumir la defensa de una nación contra un enemigo externo. El antiguo y desactualizado Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) fue en su oportunidad un buen ejemplo de defensa multinacional contra un enemigo que amenazaba la paz americana desde el exterior. Posteriormente, el mundo se ha visto abrumado por una catarata de convenios y tratados internacionales orientados hacia la protección compartida de los firmantes contra eventuales enemigos externos. En ese cuadro de situación, las Fuerzas Armadas nacionales nunca percibieron que sus fundamentos, orientación y misiones fueran cuestionadas, provocaran dudas o se intentara modificarlos.
La revolución marxista-leninista (1917-1989), sin embargo, fue un fenómeno socio-político que introdujo una profunda modificación en las tradicionales responsabilidades de las Fuerzas Armadas de los estados dominados por ese régimen. Todo comenzó en el socialismo que imperó a continuación de la ocupación del poder por los bolcheviques en la ex URSS, cuando el Ejército Rojo fundado por León Trotsky adquirió desde el principio un inconfundible tinte ideo-político y recibió misiones paralelas a las históricas que hicieron dudar sobre el verdadero sentido que tenía su existencia. Además de proteger a la Unión Soviética contra sus eventuales enemigos exteriores, el Ejército Rojo tenía la irrenunciable obligación de amparar la supervivencia e intereses del régimen socialista que gobernaba el país. Las Fuerzas Armadas soviéticas se constituyeron en guardaespaldas de la infraestructura política comunista y esa determinación ideológica se extendió a los ejércitos de los otros países socialistas del mundo. El poder soviético, lamentablemente, no fue el único ejemplo de este tenor. En otras ocasiones hubo dictadores que emplearon a las Fuerzas Armadas como fuerza de protección personal y de su gobierno.
En el orden público, las llamadas fuerzas de seguridad o fuerzas intermedias semi militarizadas (gendarmería, policías militares, fuerzas de frontera, tropas del interior, o como se denominen en cada país) se intercalan entre las fuerzas policiales civiles y las Fuerzas Armadas. Es una opción para mantener a estas últimas al margen de una intervención contra revueltas de gran magnitud, migraciones ilegales a través de fronteras internacionales, y la represión de grupos de delincuentes organizados que escapan a la denominación de delincuentes comunes y que imponen un riesgo muy serio a la sociedad. Este tipo de fuerzas ha demostrado su eficiencia y razón de existencia especialmente en las fronteras dilatadas, muy permeables y topográficamente difíciles de vigilar. Tampoco se las excluye de intervenir en el interior de los países cuando se producen revueltas que las policías civiles no pueden controlar. Generalmente operan un armamento con un importante poder de fuego y disponen de equipos antimotines superiores a los de las fuerzas policiales. Pero con mayor frecuencia sus funciones se relacionan con la vigilancia de los límites nacionales, de modo de impedir la introducción furtiva de inmigrantes ilegales y el contrabando. En épocas del comunismo, estas fuerzas alcanzaron un significativo poder en el mundo oriental, cuando los países socialistas bajaron la “cortina de hierro” para impedir que sus ciudadanos emigraran masivamente a Occidente.
Las fuerzas policiales, con las características propias de cada Estado nacional, no merecen consideraciones complementarias. Sin embargo conviene ratificar que sus funciones consisten en prevenir y evitar que la delincuencia común altere la paz social. A pesar que el medio civil le proporciona a las policías un campo de acción extenso, el armamento que habitualmente utilizan le brindan capacidades operativas limitadas aunque suficientes para actuar contra las amenazas que tradicionalmente han tenido que neutralizar. Si bien las policías mantienen un estatus civil, muchas veces su entrenamiento se aproxima al modelo militar porque la violencia de los delincuentes parece acrecentarse y sobre todo porque en ese ambiente no se aprecia la existencia de reglas caballerescas de empeñamiento. Si bien en general se intenta que el reclutamiento de sus efectivos se realice en base a una cuidadosa selección, no siempre se logra que los futuros policías tengan el nivel de instrucción escolar que sería conveniente. Los cuerpos de oficiales están mejor preparados que los de suboficiales y la tropa, pero no podemos afirmar que esta sea una regla generalizada. En aquellos estados donde las policías carecen de una preparación intelectual adecuada, suelen aparecer problemas y confrontaciones con la sociedad que no despiertan la confianza que debiera existir entre ambos.
El origen social de los individuos, la instrucción recibida, el tenebroso mundo donde tienen que desempeñar sus tareas, los salarios no siempre adecuados que reciben y las debilidades humanas, hacen que los focos de corrupción se multipliquen en muchos cuerpos policiales cuyos miembros, en busca de un mejor estándar vital, arriesgan hasta su libertad para embolsar algún dinero extra proporcionado por los delincuentes. La sociedad percibe que no existe la deseable comunicación con quienes tienen el deber de defenderla de las amenazas internas que plantea la delincuencia en cualquiera de sus manifestaciones y mira en derredor para encontrar “alguna” institución que pueda reemplazar a las policías incompetentes.
Mientras tanto, Fuerzas Armadas cumplen sus misiones y responsabilidades históricas que en muchos estados son ampliadas con la ayuda a las comunidades aisladas o que han sufrido los efectos de desastres naturales. Por ello muestran una comprensible renuencia a aceptar eventuales insinuaciones de la población o de los dirigentes políticos para exceder el ámbito operativo que les compete y en el que han actuado durante tantas generaciones. Temen que su eventual participación contra oponentes que no son fuerzas extranjeras –por lo menos claramente identificadas—y que desarrollan procedimientos que son ajenos a las doctrinas castrenses, lleven a las organizaciones militares a un estado de desconcierto interno. Los altos mandos de las Fuerzas Armadas de algunos países reconocen reservadamente que existen fuertes reclamos políticos y sociales para que intervengan abiertamente en ámbitos operacionales que no son los acostumbrados y donde las fuerzas en oposición eluden las reglas y criterios que determinan su instrucción para la guerra convencional. Adicionalmente, se perfila el riesgo de la corrupción que aparece pegado a alguna de las amenazas de nuevo cuño –como el narcotráfico—y que despierta justificadas prevenciones en las jerarquías militares. Los altos mandos saben que ese tipo de peligro no letal puede causar daños internos más severos y extendidos que un explosivo. Por eso las autoridades políticas e institucionales aspiran a mantener a las Fuerzas Armadas lo más alejadas posible de tales trances.
No obstante, las Fuerzas Armadas no dejan de advertir con inocultable inquietud los acontecimientos que se repiten en algunas zonas geográficas del mundo, particularmente en Sudamérica, el SE asiático y en regiones del Medio Oriente. Tales situaciones las preocupan más de lo que se supone, a pesar que sus enemigos sólo debieran proceder desde el exterior. Las Fuerzas Armadas americanas están alarmándose porque observan que algunos peligros preponderantes actuales tienen formas y contenidos absolutamente diferentes a los convencionales que motivaban sus misiones, doctrinas, organización, medios e instrucción de siempre. Como partes solidarias del poder nacional en sus respectivos países, las Fuerzas Armadas no pueden soslayar totalmente lo que sucede en su entorno, aunque presuntamente los efectos de los acontecimientos escapen a sus responsabilidades específicas.
En algunos estados existen normas legislativas en vigor que impiden que las Fuerzas Armadas sean utilizadas para combatir los enemigos internos (caso argentino) y por eso sus comandantes técnicamente se mantienen al margen de esos asuntos que legalmente no son de su incumbencia. Pero la historia muestra que la realidad no siempre armoniza con las reglas formales. Más todavía, hay veces en que chocan abiertamente entre sí y obligan a las instituciones militares a tener que hacer frente a situaciones indeseadas pero que han avanzado hasta poner en riesgo la estabilidad nacional. Aunque las Fuerzas Armadas estén legalmente inhibidas de ocuparse de tales amenazas, probablemente tengan que hacerlo informalmente o por lo menos mantener activa a su inteligencia para poner al día el cuadro de la situación que en algún momento puede desbordarse y requerir imprevistamente su intervención.
Por otro lado, las antiguas hipótesis de conflicto que habitualmente servían para fundamentar los planes operacionales defensivos de las Fuerzas Armadas, están quedando cada vez más desactualizadas porque las actividades diplomáticas y las agencias internacionales ayudan a detener oportunamente los choques armados que pudieran producirse. Aunque tales hipótesis tienen probabilidades de ocurrencia harto limitadas, hay que reconocer que ese coeficiente estadístico no ha quedado reducido a cero. Aún entretienen a los estados mayores y sirven de base a muchos juegos de guerra de gabinete.
La participación de las Fuerzas Armadas americanas en operaciones de paz de las Naciones Unidas (NN.UU.) constituye una excelente oportunidad para que pequeñas unidades cumplan una actividad militar de bajo costo, que les permite fortalecer el entrenamiento así como interiorizarse sobre la actividad operativa de sus pares más desarrollados. Esta clase de participación contribuye a fomentar la intercomunicación entre las fuerzas de distintos países y, por lo tanto, a aumentar la confianza mutua sin costo extra. De allí que los organismos internacionales alienten estas contribuciones y recomienden a los países enviar tropas con esos fines. Pero, naturalmente, esta práctica no resuelve todos los problemas que hoy tienen ante sí las Fuerzas Armadas
Las Nuevas Amenazas
De no existir amenazas, reales o potenciales, la razón para que las Fuerzas Armadas existieran sería débil. Pero tales retos no sólo son reales sino vigorosos además y en rápida expansión. Estos peligros están lejos de ser los que históricamente preocuparon a los comandos militares y tampoco, teóricamente, debieran inquietarlos en la actualidad. Sin embargo, una insinuación de este tipo sin otras consideraciones sería un desatino o la callada confesión de que no miramos juiciosamente a nuestro alrededor. Por eso evaluamos con aprehensión aquellos criterios que con frecuencia responden a intereses políticos atrasados, desactualizados, tendenciosos o simplemente miopes. Si bien las amenazas clásicamente militares son cada vez menos probables (ataque abierto de un Estado a otro, reclamos territoriales apoyados con la fuerza, presiones directas basadas en el poder militar), eso no quiere decir que estemos viviendo en un idílico clima de paz.
Hoy los peligros que corren las comunidades son cualitativamente diferentes de los que privaron en la mayor parte del siglo XX. Sin llegar a establecer un orden de prioridades, podemos citar el tráfico incontenible de drogas narcóticas; la organización profesional de los criminales nacionales e internacionales llamados eufemísticamente de guante blanco y los que hacen gala de la acostumbrada violencia cada vez con mayor intensidad; la recurrencia al empleo de fuerzas mercenarias irregulares –guerrillas— para defender las estructuras orgánicas y las instalaciones productivas/logísticas de los traficantes de la “muerte blanca”; las “invasiones pacíficas” de emigrantes ilegales, y los estallidos nacionalistas, étnicos y religiosos ortodoxos, por sólo nombrar los más frecuentes y comprometedores de la seguridad interna en muchos países. Sería ingenuo creer que estos peligros eran desconocidos por la humanidad, pero nunca llegaron a tener la entidad que hoy están asumiendo y el riesgo que plantean a la estabilidad de las naciones amenazadas. En pocas palabras, podemos afirmar que estamos frente a un cuadro de presiones estratégicas poco habitual que se manifiesta sobre el campo político-defensivo de los países independientes, sin reparar en su poderío y capacidades nacionales.
Cito dos ejemplos muy reveladores: los EE.UU., el “importador” de drogas fuertes más grande del mundo, y Colombia, donde las organizaciones narco-guerrilleras han fundado y sostienen un seudo estado (zona liberada) dentro del legítimo Estado nacional. En el primer caso, el dinero movilizado por las drogas de todo tipo es calculado en grueso entre $ 100.000 y $ 300.000 millones anuales. En el segundo caso, el “estado” narco-guerrillero tiene una administración regional que domina 42.000 km de territorio oficialmente facilitado por el gobierno en prueba de buena voluntad para lograr una utópica paz negociada y en su interior impone su poder cívico-militar, nombra a las autoridades locales, cobra impuestos, ejercita una justicia draconiana, imparte la educación juvenil, y protege la producción y exportación de drogas narcóticas que constituyen el sostén mayor de su poder económico.
Hasta ayer nomás, las Fuerzas Armadas tenían en general misiones claras, objetivos claros y enemigos claros. La protección de las fronteras, la vigilancia de la integridad nacional y el bienestar de los ciudadanos, eran las prioridades establecidas en todos los documentos legales de defensa y reglamentos militares. Las hipótesis externas eran sus principales –casi exclusivas— preocupaciones operacionales. Sin embargo, desde comienzos de la década de los ‘60s hasta fines de los ‘80s aproximadamente, cuando organizaciones marxista-leninistas intentaron imponer su ideología y régimen político por la fuerza en varias de las repúblicas latinoamericanas, las Fuerzas Armadas tuvieron que ser utilizadas para cumplir tareas de seguridad interna al quedar las fuerzas policiales y eventualmente las fuerzas de seguridad superadas durante las operaciones revolucionarias. Muchos motines raciales y populares fueron resueltos en los EE.UU. con el concurso de la Guardia Nacional. En Brasil, la Policía Militar suele tener participación muy activa en la represión del narcotráfico en las favelas de Río de Janeiro. Ese mismo Estado se prepara para hacer frente a la muy probable radicación de narco-productores y sus plantaciones sobre la región occidental de la Amazonia y está invirtiendo miles de millones de dólares en el equipamiento y radicación de fuerzas militares en la región (Plan SIVAM). Estos indicios, que evidencian un clima de inseguridad creciente debido a esas nuevas amenazas, pueden ser útiles para prevenir a los líderes políticos ideológicamente más sensibles y convencerlos que las Fuerzas Armadas, si bien no están organizadas, equipadas e instruidas para operar contra enemigos internos, pueden llegar a tener que intervenir dentro de un país para evitar que un mal mayor perjudique las vidas y bienes de los ciudadanos.
Por estos días, el ejemplo más visible de intervención interna de Fuerzas Armadas lo tenemos en Colombia, donde unidades especiales antinarcóticos del Ejército colombiano están directamente envueltas en el combate contra las guerrillas profesionales que ofician de cuerpos de defensa armada de los productores de drogas. En este caso tan dramático, ¿fueron las Fuerzas Armadas colombianas las que tomaron la iniciativa de entrar en combate?, o, ¿las Fuerzas Armadas colombianas fueron impulsadas a entrar en combate por haber sido superadas las fuerzas policiales que intentaron cumplir con su deber contra la delincuencia militarmente organizada? La respuesta es clara. Los argumentos utilizados por los capitanes guerrilleros para justificar su actividad ilegal carecen de fundamentos lógicos. Sus falsos deseos de negociar una paz honesta con el Gobierno del presidente Andrés Pastrana no coinciden en absoluto con los hechos que protagonizan. Cada ataque que realizan contra las comunidades campesinas indefensas que resisten sus exigencias, y contra las unidades militares y policiales, es una perversa ironía respecto de las promesas y declaraciones públicas que hacen sus voceros “políticos” en países extranjeros durante las giras que emprenden periódicamente.
Cualquier observador imparcial coincidirá que en principio Fuerzas Armadas colombianas han sido sistemáticamente provocadas por la combinación de narco-operadores y guerrillas alquiladas. Estas fuerzas irregulares, en busca de una legitimidad imposible, continúan ondeando banderas socialistas como si ese acto pudiera justificar políticamente sus sangrientos procedimientos contra autoridades civiles y campesinos que no acatan sus órdenes. Al mismo tiempo es irritante observar como muchos estados democráticos permiten la entrada de los delegados guerrilleros que, aprovechándose de la libertad de pensamiento, tratan de engañar a sus interlocutores sobre los motivos que tienen para existir y actuar.
Esta asociación ilícita tuvo origen en la inseguridad que los zares de la droga advirtieron cuando quisieron expandir su actividad ilegal. El resguardo de las zonas de cultivo de la coca estaba comprometido por la creciente erradicación emprendida por fuerzas militares y policiales. Paralelamente, las guerrillas carecían de argumentos ideológicos para justificar su existencia después del colapso comunista y estaban dejando de recibir el sostén logístico gratuito de las poblaciones vecinas, lo que las obligaba a ejercer una cruel y despiadada presión sobre la población. En el exterior, los aliados socialistas históricos ya no tenían capacidades económicas para apoyar a las organizaciones revolucionarias del Tercer Mundo. La supervivencia de las organizaciones paramilitares rurales era cada vez más azarosa. Esos grupos poderosamente armados, veteranos de decenas de combates selváticos, en pequeñas localidades y zonas urbanas, cuyo reclutamiento se basa principalmente en la compulsión, comprobaban con preocupación que sus raídos fundamentos ideológicos ya no le permitían conseguir los recursos que ansiosamente requerían y tuvieron que renovar su estrategia. Imperiosamente necesitaban gruesas sumas de dinero y cubrieron parte de ese déficit con secuestros, asaltos a bancos, y otros actos de delincuencia común.
Pero los capitanes guerrilleros se dieron cuenta de la insuficiencia de esos recursos y entrevieron que su subsistencia podía quedar comprometida si los cárteles de las drogas no cerraban un trato con ellos: seguridad y protección a cambio del financiamiento continuado de las organizaciones paramilitares. El matrimonio de conveniencia no tardó en formalizarse y pronto comenzaron a observarse formaciones irregulares bien equipadas, con armas más poderosas que las poseídas por las mismas Fuerzas Armadas nacionales, y guerrilleros que dicen recibir entre US$ 400 y 600 mensuales por sus servicios. Por eso los narcotraficantes tienen que desembolsar entre US$ 600 y 1.500 millones anuales –cifras estimadas—para comprar la seguridad ofrecida por los comandos guerrilleros. La asociación entre ambas partes ha generado una sinergia de preocupante potencia que está obligando a las Fuerzas Armadas colombianas a aumentar sus unidades de combate, pero esta decisión incrementa el presupuesto militar de ese Estado y pone en riesgo la economía nacional. La incapacidad local para aumentar esos créditos y la necesidad visible de mejorar el equipamiento disponible, el reclutamiento y entrenamiento de las nuevas unidades especiales contra las drogas, y la aeromovilidad de las Fuerzas Armadas y las fuerzas policiales ha sido el origen del Plan Colombia que importa una ayuda financiera estadounidense de US$ 1.300 millones. Las Fuerzas Armadas locales no iniciaron el combate contra una amenaza interna. Muy por el contrario, la confrontación actual es el producto de una escalada causada por el fortalecimiento de las organizaciones criminales (narco-guerrillas).
Esta amenaza que está poniendo en riesgo la estabilidad democrática y la seguridad de Colombia, no sólo inquietó a los EE.UU. sino además a muchos estados latinoamericanos. El ex presidente Bill Clinton, el Capitolio, el Departamento de Estado y el Departamento de Defensa interpretaron que era imprescindible promover una cooperación más acentuada con aquel país latinoamericano, dando nacimiento al Plan Colombia. Sin embargo, esta ayuda no asegura que se pueda impedir la transferencia de las plantaciones de coca y los laboratorios procesadores hacia los países cercanos. Todo lo que EE.UU. haga para neutralizar el tráfico de sustancias ilegales, ayudará a reducir el ingreso de esos productos en el territorio propio. La cifra de US$ 1.300 millones a ser distribuida entre varias agencias colombianas que combaten contra la siniestra asociación ilícita, no ha eliminado la aspiración de algunas fuentes que desean una participación militar estadounidense más definida para producir resultados más expeditivos.
En Colombia, la justificación del empleo de las Fuerzas Armadas no necesita argumentos rebuscados. La guerra no declarada entre las guerrillas y las fuerzas legales colombianas ya ha causado no menos de 35.000 víctimas, muchas de ellas inocentes que no tenían relación alguna con la contienda. Los militares entraron en combate después de haber sido atacados indiscriminadamente vidas y bienes de la comunidad, cuando la policía fue desbordada y tuvo que lamentar centenares de bajas en sus propias filas y después que muchos pueblos campesinos fueron arrasados por la mafia narco-guerrillera. Frente a esas inicuas acciones, el Estado colombiano no tuvo otro recurso que apelar a Fuerzas Armadas y en otros estados del continente esta necesidad puede darse en un plazo no muy lejano aunque las normas legales intenten mantenerlas alejadas de la intervención interna por causas diversas.
En algunos estados americanos existe el fuerte temor que al asignarles a las Fuerzas Armadas una misión de combate de cumplimiento interno, estas instituciones puedan nuevamente sentirse tentadas a incursionar en la arena política como sucediera principalmente en las décadas de los ‘50s, ‘60s y ’70, cuando los regímenes democráticos continentales tuvieron un prolongado período de penumbra. Pero las condiciones políticas del continente han cambiado sustancialmente y hoy se puede afirmar que los gobiernos militares forman parte de la historia, pues en todos los países hay regímenes constitucionales. Sin embargo, esa prevención aún se conserva en algunos estados renuentes a reconocer los cambios y ha determinado que se hayan dictado normas legislativas que taxativamente excluyen a las Fuerzas Armadas de una intervención operacional contra amenazas internas, asignando esa responsabilidad a las fuerzas de seguridad y fuerzas policiales. No obstante –Argentina—se deja constancia de la autoridad del presidente para convocar el apoyo operativo militar en casos excepcionales.
Entonces ¿Se Emplean o no las Fuerzas
Armadas?
Las Fuerzas Armadas son instrumentos que el Estado tiene a su disposición para ejercer la plena defensa de la nación contra sus enemigos, así de simple. Por eso creemos que una especificación o clasificación de ese enemigo en interno o externo no tiene consistencia en virtud de la variedad, origen y calidad de las amenazas que hoy soportan las comunidades populares. Impedir mediante normas legales que atan las manos de los planificadores, la oportuna, contundente y eficaz intervención de fuerzas militares contra adversarios catalogados como criminales y que exhiben una organización, poder financiero y de fuego tan importante –y a veces superior al de las Fuerzas Armadas — que las desafían con señalado éxito, raya en la ingenuidad. En todos los casos conocidos en el continente americano, las Fuerzas Armadas entraron en combate contra enemigos que tomaron la iniciativa, colocando en serios aprietos a las fuerzas policiales que no están preparadas para reprimir el tipo de operaciones que emprenden las narco-guerrillas. Esos ejemplos corresponden en primer lugar a Colombia, y con menor intensidad, a Ecuador, Perú y últimamente hay indicios en el Brasil. No emplear a las Fuerzas Armadas por temor a que se mezclen en asuntos que están fuera de su competencia, aun cuando la estabilidad interna de una nación está en peligro, coloca a los responsables a un paso de cometer un delito de lesa patria.
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Lamentablemente, reitero, esa actitud continúa privando en algunos ámbitos civiles latinoamericanos que temen que las Fuerzas Armadas desborden sus límites después de un eventual triunfo militar contra la delincuencia interna y pretendan asumir el gobierno del Estado como en otras ocasiones de la historia. Pero no se puede ignorar que en las últimas décadas las instituciones militares han realizado una profunda autocrítica, al compás de un marcado cambio ideológico y educativo. Los mandos castrenses han consentido explícitamente cuál debe ser su posición en un régimen democrático y ese promisoria convicción debiera disipar las prevenciones de los gobiernos civiles, dándoles la confianza y seguridad suficiente para emplear sin retaceos las mejores capacidades del instrumento militar –bajo su propio control, desde luego—para destruir drásticamente la infraestructura del enemigo interno. La intervención oportuna y decidida de las Fuerzas Armadas acelerará el aniquilamiento de las poderosas asociaciones ilícitas conformadas por las narco-guerrillas.
El deseo de las autoridades de evitar que las Fuerzas Armadas se contaminen con la corrupción que supone el dinero originado en la droga, es legítimo y razonable. Pero no hay que permitir que ese exceso de celo interfiera con la participación de unidades militares entrenadas para aniquilar los reductos mejor defendidos del crimen organizado. La contundencia de la fuerza legal aplicada en el momento y los lugares precisos contra los elementos que amenazan la seguridad ciudadana es doblemente productiva, por cuanto tiene efectos multiplicadores atribuibles a la recuperación de la confianza pública. Por el contrario, el uso de la fuerza en dosis homeopáticas es fuente de una erosión sicológica que esfuma las expectativas de la sociedad. Tal efecto muestra niveles alarmantes cuando las fuerzas gubernamentales de represión no actúan con el impulso esperado o fracasan una y otra vez.
El crimen organizado, los narcotraficantes y los dirigentes guerrilleros no respetan las normas ético-morales aceptadas por las naciones civilizadas, ni tampoco el derecho bélico, salvo cuando se ven compelidos a reclamar una ficticia condición de beligerantes para beneficiarse con los acuerdos sobre los prisioneros de guerra. Por lo tanto, esos agresores no pueden ser combatidos con el respeto protector de las leyes generales de la guerra que ellos ignoran de acuerdo con su propia conveniencia. El error de combatir a esos delincuentes como si fuesen fuerzas de un Estado jurídicamente reconocido, puede causar confusiones en las Fuerzas Armadas que son entrenadas para operar con doctrinas operacionales convencionales. De estas asimetrías tienen que estar advertidos los altos mandos militares que aún siguen aferrados a los principios operativos clásicos y no reconocen apropiadamente las particulares exigencias de la guerra no convencional.
Pero estas diferencias no deben inhibir o coartar el empleo operativo de las Fuerzas Armadas contra tales enemigo. Si bien los cuerpos militares de la Nación están destinados a defenderla principalmente contra sus enemigos externos, las circunstancias comentadas introducen variantes que merecen consideraciones especiales. Ese factor no modifica la esencia de la misión básica de estas fuerzas —la defensa de las vidas y bienes de los ciudadanos, y de sus instituciones orgánicas; por el contrario, la amplía. Si bien las amenazas modernas se están configurando a partir de un enemigo aparentemente interno, no es complicado inferir que ese oponente tiene una procedencia original externa porque el contrabando de drogas procede de más allá de las fronteras, la organización comercializadora tiene ramificaciones internacionales, generalmente el sostén logístico pesado llega de otros países y hay una frecuente presencia de nacionales extranjeros ingresados subrepticiamente que operan internamente con métodos no convencionales. Sin embargo, los dirigentes políticos se muestran proclives a declarar sus dudas sobre este aspecto y son reacios a adoptar soluciones inmediatas y contundentes contra esos incursores. En general, notamos que entre los gobiernos existe el temor de recurrir a los cuerpos militares porque siguen aferrados a la antigua idea de reservarlos para rechazar los enemigos externos. Paralelamente, se resisten a creer que los supuestos adversarios internos –como el narcotráfico, la subversión y el crimen organizado—tengan entidad suficiente para exigir la intervención de tales fuerzas.
La tendencia común es imponer límites restrictivos a la misión de las Fuerzas Armadas —luchar contra un oponente externo—porque son considerados como la barrera eficaz que evita que se inmiscuyan en los asuntos internos nacionales. Lo usual en los países más amenazados por los nuevos riesgos no convencionales es convocar a las últimas reservas nacionales —sus Fuerzas Armadas —cuando el adversario ya se ha hecho fuerte en el país. Esas condiciones implican la inversión de un esfuerzo muy superior al que habría que aplicar si se utilizaran prematuramente para aplastar esta clase de peligros modernos. La convocatoria de las Fuerzas Armadas para ayudar a las fuerzas de seguridad y fuerzas policiales a erradicar el narcotráfico, la subversión y el crimen organizado debe realizarse cuando la amenaza aún es débil y no tiene una magnitud suficiente para poner en riesgo la seguridad general de un país. La tragedia colombiana es un triste ejemplo de utilización tardía e inapropiada de las unidades militares, que además inicialmente carecían de entrenamiento adecuado para combatir contra amenazas no convencionales. Ese mismo error parece estar repitiéndose en los estados vecinos.
La situación global ha cambiado demasiado en las últimas dos décadas como para pasar por alto su análisis. La historia no ha transcurrido en vano, y los líderes políticos y militares de mente abierta deben evaluar el riesgo que suponen las amenazas que hasta hace poco no existían o eran incipientes. Pero estas amenazas han crecido y en algunas regiones han adquirido una magnitud –caso América del Sur— que asusta a los analistas más avezados. En tanto, en muchos países se continúa discutiendo la superficialidad de la procedencia del enemigo –interior o exterior— para determinar qué herramienta utilizar para la defensa de la sociedad. Para algunas administraciones es más importante ese detalle que la naturaleza del riesgo que soporta la nación, y qué fuerzas corresponderá emplear para neutralizarlo.
Hay dirigentes políticos que no alcanzan a percibir la entidad de las amenazas que existen en el país, las aprecian erróneamente o se dejan corromper por las organizaciones clandestinas, pero en cambio son manifiestamente reacios a recurrir a Fuerzas Armadas cuando éstas aún pueden infligir, con un bajo costo, un daño decisivo a los narcotraficantes, los grupos armados subversivos que defienden a los anteriores y a la infraestructura de los criminales profesionales. El empleo tardío de esas capacidades defensivas, no importa qué clase de motivaciones tenga, puede abrir camino a un conflicto muy prolongado y eventualmente a la derrota.
Las Fuerzas Armadas de una nación están organizadas, equipadas e instruidas para defender la integridad territorial, instituciones, vidas y bienes de sus habitantes contra no importa qué clase de enemigo o de dónde éste proceda. Por lo tanto es atribución y deber de los gobernantes emplearlas para destruir a quienes atentan contra esos intereses. ¿Las normas legales ponen en duda las formas y oportunidad de empleo de los instrumentos legales disponibles en el Estado? Pues entonces se impone su modificación para mejor responder a la realidad, antes que combatir con elementos inadecuados a enemigos astutos y tenaces. La legitimidad de este paso está dada simplemente por el deber esencial que tienen las Fuerzas Armadas y por consiguiente no es aconsejable establecer barreras que entorpezcan el resultado de la batalla en su mejor momento. Es el enemigo el que debe ser reprimido por la ilegalidad de sus actos y no las Fuerzas Armadas restringidas para proteger a la comunidad nacional.
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ColaboradorEl Comodoro (R) José C. D’Odorico, Fuerza Aérea Argentina, fue piloto de transporte aéreo con mas de 5,000 horas de vuelo habiéndose retirado del servicio activo en el 1975. Se especializó en el estudio de la guerra revolucionaria marxista-leninista y la guerra subversiva. Es autor de varios libros sobre el Marxismo-Leninismo y muchos artículos algunos publicados por la Air University Review, y el Aerospace Power Journal. Actualmente se desempeña como Asesor Honorario, Revista Escuela Superior de Guerra Aérea, FAA y corresponsal del Armed Forces Journal International, Washington, D.C. y la Revista Aérea, New York, en Argentina.
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