PORQUÉ ESTADOS UNIDOS ARROJÓ LA BOMBA
Profesor Donald Kagan
(Cortesia de la revista Commentary, Septiembre 1995)
EL 50º aniversario del bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki ha provocado una acalorada polémica sobre la decisión de su necesidad y su moralidad. Quizá "polémica" no es la palabra apropiada. Peculiar a las actividades conmemorativas de este año, fue la propuesta exposición sobre Hiroshima en el museo Smithsonian Institute en Washington; el manuscrito de la narrativa daba la impresión, que en las palabras coléricas de un editorial aparecido en el periódico Wall Street Journal, de un "Japón acorralado y ansioso de paz" tendido "a los pies de un enemigo cruel y violento - los Estados Unidos de América." A pesar de que esa exposición fue cancelada, no dejó de acentuar un punto de vista que ya ha perdurado ya por medio siglo, sin dar muestras de disminuir.
El 6 de agosto de 1945 desde el bom bardero americano Enola Gay se dejó caer una bomba atómica sobre Hiroshima, matando entre 70.000 y 100.000 japoneses. Tres días más tarde, otra bomba atómica fue lanzada sobre Nagasaki. Días después, Japón se rindió, y el terrible conflicto que llamamos La Segunda Guerra Mundial, terminó.
En esa ocasión, el pueblo norteamericano celebró el bombardeo atómico sin ninguna restricción, y por la más sencilla de las razones. Como el historiador literato Paul Fussell, que entonces era un soldado de infantería esperando ordenes para tomar parte en la invasión de Japón, recordaría más tarde:
Para nuestra sorpresa aprendimos que ya no tendríamos que desembarcar en el asalto de las playas cerca de Tokio haciendo fuego mientras que los japoneses nos ametrallaban y bombardeaban con morteros y cañones, y a pesar de esa fachada de ferocidad y valor que tanto habíamos practicado, lloramos de alivio y alegría. Viviríamos.
En ese momento, muy pocos, si hubo alguno, de los norteamericanos dudaron que el verdadero propósito del primer bombardeo atómico fue para obtener dar fin más rápidamente a la guerra, y evitar bajas americanas.
Pero el momento duro muy poco. Empezando en 1946, comenzaron los ataques a la opinión más predominante y luego se multiplicaron. En general, los primeros revisionistas - entre los que se encontraban figuras como Norman Cousins, P.M.S. Blackett, Carl Marzani, y los historiadores William Appleman Williams y D.F. Fleming - fueron influenciados por la nueva guerra fría, cuyo origen, la mayoría atribuían a la política estadounidense bajo el Presidente Truman. Un ejemplo del pensamiento del nuevo movimiento revisionista, decía:
La bomba fue lanzada principalmente por su efecto no tanto en el Japón, sino en la Unión Soviética. Primero, para forzar que los japoneses se rindieran antes de que la USSR entrara en la guerra del Lejano Oriente, y segundo, para demostrar el poderío de la bomba en condiciones de guerra. Sólo de esta forma, podría tener éxito la política de intimidación (sobre la Unión Soviética).
Otro ejemplo describe el mismo argumento en palabras diferentes:
Los Estados Unidos lanzaron la bomba para terminar la guerra contra el Japón, detener los Rusos en Asia, y tener una pausa de tranquilidad en Europa Oriental.
En 1965, en Atomic Diplomacy: Hiroshima and Postdam, Gar Alperovitz abordó los temas centrales de los primeros revisionistas, y abogó por ellos basándose en nuevos documentos y el nuevo ambiente cultural - el ambiente de mediados de la década de los 60s - que era más acogedor a las interpretaciones revisionistas sobre la conducta y los motivos norteamericanos . De acuerdo con Alperovitz, las bombas atómicas no habían sido necesarias para "acabar la guerra y salvar vidas - y... esto lo sabían los lideres norteamericanos de ese tiempo." El objetivo real de ellos, escribió, no era militar sino político; el blanco no era Japón sino la Unión Soviética.
El principal villano era Harry Truman, quien, de acuerdo a Alperovitz, estaba empeñado en revertir la política de acomodación pacifica con los Soviéticos de Franklin D. Roosevelt. De manera que cuando Truman se enteró de la probabilidad de la bomba, aplazó la reunión de los Aliados en Postdam hasta cuando pudieran probar la bomba. Si la bomba funcionaba, podría asumir una posición más severa en Europa Oriental y, tal vez, terminar la guerra antes de que los soviéticos ganaran terreno en Asia Oriental. Ansioso por obtener sus objetivos políticos, Truman ignoró las insinuaciones de paz de los japoneses; se opuso a cambiar la demanda de un rendimiento incondicional, lo que era un obstáculo para que los japoneses aceptaran los términos de paz; y no espero a ver si la entrada de los soviéticos en la guerra Asiática era suficiente para hacer que los japoneses se rindieran. En breve, la seguridad que proporcionaba el monopolio norteamericano de armas atómicas permitió que Truman lanzara, a costas del Japón, una "ofensiva diplomática" contra la Unión Soviética; una que jugaría un papel muy importante en la gestación de la guerra fría.
Debido a que uso argumentos más detallados basados en parte en documentos nuevos que se habían hecho del alcance del público recientemente; debido a que las protestas sobre la guerra de Vietnam empezaban a despertar la duda acerca del principio de la guerra fría; y debido a que una nueva generación de historiadores diplomáticos norteamericanos , entrenados o influenciados por los primeros revisionistas como William Appleman Williams, habían aparecido en los círculos académicos, el libro de Alperovitz pudo tener una tremenda influencia y establecer la dirección que el debate sobre Hiroshima tomaría hasta el presente. En realidad, en muchas formas, Alperovitz puede ser considerado como el "decano" del revisionismo atómico. Una segunda edición de su libro fue publicada en 1985, y la última versión acaba de aparecer bajo el titulo The Decisión to Use the Atomic Bomb1; un resumen del cual fue publicado anteriormente en forma de un articulo, "Hiroshima: Historians Reassesses," en la edición trimestral de Foreign Policy, del verano de 1995.
La eminencia de Alperovitz es aún más sorprendente si se tiene en cuenta que su tesis principal y la mayoría de sus argumentos fueron rebatidos y destruidos, desde el principio, por otros expertos incluyendo sus mismos compañeros revisionistas. Por ejemplo, en el libro The Politics of War and United States Foreign Policy, 1943-1945 (1968), Gabriel Kolko, sin específicamente mencionar el nombre de Alperovitz o de su libro, contradijo prácticamente en forma directa todas sus observaciones. En 1974, otros críticos revisionistas observaron, en la recapitulación de sus ideas, que:
el libro deformaba la evidencia, fracasaba críticamente en la evaluación de sus fuentes, ignoraba el período de Roosevelt, examinaba las preguntas más irrelevantes, exageraba el impacto de la bomba, no entendió a Truman, y forzó el acomodamiento de los acontecimientos dentro de un patrón dudoso.
Esta nueva generación de revisionistas, entre los que notamos a Martin J. Sherwin y Barton J. Berstein, recalcaron la continuidad intrínseca entre las políticas de Truman y las de Rooselvelt, quien también había insistido en mantener la reserva y en cuidar que la información respecto a la bomba atómica fuera del alcance de los soviéticos. Mientras que Sherwin no encontró prueba alguna de elaborados planeamientos para una confrontación, o de una "estrategia de demora" en el trato con los Rusos, Bernstain fue más enfático aún. En su manera de pensar, el deseo de usar la bomba atómica para producir y "cementar" una paz que fuera de agrado para los norteamericanos fue solamente un "atractivo dividendo" y de ninguna forma "indispensable para forzar a los dirigentes norteamericanos en 1945 a que se aprovecharán de la bomba dejándola caer sobre Japón."
Las observaciones de esos dos historiadores revisionistas considerados de los más eruditos, representan un completo rechazo de los principios básicos tradicionales expuestos por Alperovitz. Y aunque los nuevos revisionistas demolieron los argumentos de Alperovitz, ellos continuaron de acuerdo con muchas de sus conclusiones principales. En la época que estos nuevos revisionistas aparecieron en la escena, el condenar la bomba en sí era el elemento central de un extenso proyecto revisionista que preponía probar el error general y la perversidad de la política americana, y para muchos de ellos este proyecto no se podía abandonar, sin importar cual fuera el costo en detrimento a la fidelidad de la evidencia. Y aunque concedían que la bomba no se había usado para adelantar los intereses políticos norteamericanos de la guerra fría, simplemente movieron el eje central del debate en otra dirección. Concediendo que la bomba había sido usada para lograr el fin más rápido de la guerra, evitar la invasión del Japón, y las correspondientes perdidas de vidas americanas, entonces empezaron a debatir si el uso de la bomba había sido necesario o moralmente aceptable para alcanzar el fin deseado. La respuesta fue: no.
En resumidas cuentas, es la misma respuesta que siguen dando hoy, y eso es lo que se necesita discutir. Esto es necesario porque el movimiento que he llamado "revisionista" ya representa algo más que un consenso de letrados, sino que se ha convertido en una creencia general cotorreada por educadores, lumbreras, y la prensa popular. Para ver muestras de esta "sabiduría normal y corriente", no hay sino leer los artículos contenidos en el "Número Especial" que la revista Newsweek le dedicó al 50º aniversario del bombardeo de Hiroshima (julio 24, 1995), o el escrito de Murray Sayle en la edición del 31 de julio de la revista New Yorker, o haber visto el programa televisivo especial de Peter Jennings en la cadena ABC, Hiroshima: Why the Bomb Was Dropped, presentado el 27 de julio.
Empecemos con la primera línea del ataque revisionista que intenta probar que la invasión de Japón no hubiera sido tan costosa en términos de vidas norteamericanas como para haber justificado el uso de bombas atómicas.
En sus memorias, el Presidente Truman calculó que la invasión de las islas japonesas hubiera resultado en la pérdida de aproximadamente 500.000 vidas norte americanas. En sus memorias respectivas, el Secretario de Guerra Henry Stimson y el Secretario de Estado James Byrnes calcularon la figura a un millón de vidas o un millón de bajas en general.2 Los revisionistas atacan ambos cálculos, alegando en interminables argumentos que simplemente eso era imposible y dejan la impresión de que los números fueron sacados del aire después de que había acabado la guerra, para justificar el bombardeo atómico. Esto lo hacen más que todo con el fin de desacreditar la integridad de los lideres norteamericanos y pintarlos como unos mentirosos: los revisionistas alegan que si el calculo de bajas que se había hecho entonces resultaba más bajo que las bajas contadas después de la guerra, entonces el miedo de tales bajas no pudo haber sido el motivo por el que lanzaron las bombas.
Pero algunos de los cálculos de bajas preparados antes del bombardeo en realidad fueron bastante altos. Un estudio preparado en agosto de 1944 para la Junta de Jefes del Estado Mayor calculaba que una invasión de Japón "costaría un medio millón de vidas norteamericanas y mucho más de ese número en heridos," mientras que un memorándum de Herbert Hoover al Presidente Truman en mayo 1945 estimaba que una paz negociada con Japón "salvaría de 500.000 a un millón de vidas." Hay mucha razón para creer que esos altos y alarmantes estimados permanecieron en las mentes de Truman y Stimson por mucho tiempo después de recibirlos y que seguramente les atormentaron en futuras deliberaciones.
Se hicieron estimados aún más precisos hasta el último momento antes del bom bardeo. En preparación para una reunión con el Presidente Truman el 18 de junio de 1945, el Jefe de Estado Mayor del Ejército, General George C. Marshall, le pidió al General Douglas MacArthur un estimado de las bajas norteamericanas en el caso de una invasión de Kyushu (nombre secreto: Olympic). Marshall quedó impresionado con la respuesta de MacArthur: 105.050 bajas de batalla (muertos y heridos) solamente en los primeros 90 días, y otras 12.600 bajas de norteamericanos nocombatientes. Marshall consideró estos altos estimados inaceptables.
En conexión con la misma reunión del 18 de junio, el documento que ha recibido más atención de los revisionistas es un informe preparado el 15 de junio por el Comité Conjunto de Planes de Guerra. Esta referencia estimaba que las bajas resultantes de una invasión del sur de Kyushu el primero de noviembre, seguida unos meses después con un asalto a Tokio, produciría un número relativamente pequeño de fatalidades: 40.000 muertos, 150.000 heridos, y 3.500 desaparecidos, haciendo un total de 193.500 bajas en ambas operaciones.
Sin embargo, hay muchos problemas con esos estimados de bajas. Para empezar, no incluían bajas navales a pesar de que la experiencia en Okinawa indicaba que seguramente iban a ser bastantes. Existía un estimado separado de bajas - 9.700 en la invasión de Kyushu - pero omitía el desconocido número de bajas que sufrirían los soldados y marinos norteamericanos cuyos transportes hubieran sido destruidos en ataques Kamikaze. Comunicaciones militares japonesas interceptadas indican que los japoneses tenían dispuestos más de 10.000 aviones para defender las islas, la mitad de ellos eran Kamikaze. Adicionalmente, los japoneses contaban con bombas voladoras, torpedos humanos, botes de ataque suicidas, submarinos miniaturas de suicidio, bombas en botes motorizados, y nadadores de la marina que serían usados como minas humanas. Todas estas armas, "las habían usado en Okinawa y en las Filipinas con resultados mortíferos," y las comunicaciones interceptadas indicaban que ya también los estaban siendo puestas en su lugar en Kyushu.3
El informe del Comité Conjunto de Planes de Guerra que ofrecía el estimado de 40.000 muertos, también contenía observaciones declaratorias, de que esas bajas "no se consideraban un estimado correcto" y que el estimado "se admitía era solamente un cálculo adivinado." Y cuando el comité original envió el informe a los planificadores conjuntos, omitieron todos los cálculos de bajas porque no los consideraban "basados en estimados correctos." Ese documento después fue dirigido al Asistente del Jefe del Estado Mayor, General John E. Hull. El se lo mandó al General Marshall con un memorándum en el que Hull sugería que las pérdidas en los primeros 30 días en Kyushu serían similares a las sufridas en Luzón, o sea como unas 1.000 bajas por día. Fue el memorando de Hull, y no el reporte del comité con estimados específicos, el que Marshall leyó el 18 de junio en su reunión con el Presidente.
Durante esa misma conferencia, el Almirante de Flota William D. Leahy, Presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor, sugirió que Luzón no era una comparación tan real como Okinawa. En Okinawa, las bajas norteamericanas habían escalado a 75.000, o sea un 35% del total de las fuerzas de ataque. "Marshall" escribe el historiador Edward Drea, "concedió que 766.700 tropas de asalto serían empleadas en el ataque contra Kyushu. Aunque sin mencionarlo, el 35% equivaldría a más de 250.000 bajas norteamericanas." Por otro lado, el Presidente, estaba consiente del baño de sangre que ocurrió en Okinawa, y exigió que "los Jefes del Estado Mayor le aseguraran de que una invasión de Kyushu no repetiría la barbarie de la invasión de Okinawa y que tampoco degeneraría en una guerra racial." No hay nada que sugiera que Truman hubiera visto o que se hubiera enterado de los estimados bajos que habían sido propuestos por el Comité Conjunto de Planes de Guerra y que habían sido omitidos del reporte que leyó.
Pero a pesar de cualquier valor que esos estimados hubieran podido tener, enseguida se volvieron obsoletos. Los cálculos de Marshall se basaban en la convicción de que Kyushu sería defendida por ocho divisiones japonesas, es decir por menos de 300.000 hombres, y que el completo dominio norteamericano del mar y del aire hacia imposible la llegada de refuerzos. Pero las comunicaciones militares japonesas interceptadas echaron por tierra esas estimaciones. Para el 21 de julio, el estimado de tropas japonesas en Kyushu había crecido a 455.000; y al final del mes alcanzaba ya los 525.000. El Coronel Charles A. Willoughby, que era el oficial de inteligencia de MacArthur, comentó sobre la nueva situación: "Este peligroso incremento, si no es contenido, podría crecer a un punto donde nosotros atacaríamos en una proporción de uno (1) a uno (1), y eso no es una buena receta para una victoria." Seguidamente, el número de tropas japonesas en Kyushu escaló a 680.000, y el 31 de julio, un estimado médico proyectó el número de bajas norteamericanas, tanto dentro como fuera del combate que necesitarían tratamiento médico, en unos 394.859. Por supuesto, esta cifra no incluía a los que morían de inmediato y que por consiguiente no necesitaban auxilio médico.
Años después en una carta, Truman describió una reunión en las últimas semanas de Julio en la cual Marshall sugirió que la invasión por lo menos costaría "unas 250.000 vidas, y podría alcanzar hasta un millón eso solamente entre las fuerzas norteamericanas; para los japoneses sería un número igual. Todos los militares presentes estaban de acuerdo." Si las reminiscencias de Truman eran correctas, este fue el último estimado de bajas que recibió antes del lanzamiento de la bomba; pero correcto o no, no hay duda que Marshall continuó sumamente preocupado aún después de Hiroshima. Al mismo día siguiente, mando un mensaje a MacArthur expresándole su preocupación con el poderío del ejército japonés en el sur de Kyushu, y pidiéndole su recomendación de localidades alternas para la invasión. El 11 de agosto, cinco días después de Hiroshima, tres días después de que los Soviéticos entraran en la Guerra, y dos días después de Nagasaki, cuando los japoneses aún no se habían rendido, Marshall pensó que iba a ser necesario "continuar con una lucha prolongada" y hasta contempló la posibilidad de tener que usar bombas atómicas como armas tácticas contra concentraciones de tropas enemigas durante la invasión.
Como se deduce de lo anterior, era y aún es, imposible formular estimados convincentes de las bajas que se hubieran podido anticipar en el caso de una invasión norteamericana de las islas de la nación Japonesa. Desde el principio, el debate ha sido tendencioso, distrayendo la atención de las preguntas y consideraciones más importantes. Los altos estimados que dieron Stimson y Truman en sus memorias, tal vez no eran correctos, pero los ataques de esos estimados por los revisionistas tampoco son correctos. Nadie podrá saber con certeza si la cifra correcta estaba más cerca de los estimados altos o de los cálculos bajos.
Lo más importante no es lo que los lideres americanos declararon después de la guerra, sino lo que ellos pensaban antes de lanzar las bombas. En este punto no puede haber dudas. Las discusiones no pudieron ser influenciadas con el propósito de justificar el uso de la bomba, pues ni siquiera la habían probado. Truman, Stimson, y Marshall realmente estaban preocupados con el número de bajas norteamericanas que pensaban una invasión produciría - cualquiera que fuera el número preciso. El Presidente no podía repetir otra carnicería como la de Okinawa, y mucho menos algo peor. En realidad, eso es lo único que tenemos que saber para entender el porqué tanto él como sus colaboradores estaban preparados a usar la bomba.
A pesar que la decisión de lanzar la bomba atómica se apoya en buenas pruebas y buen sentido común, ha sido atacada intensamente por los revisionistas y un numero grande de sus correligionarios. En 1990, un informe del pensamiento revisionista de ese entonces decía que: "la opinión general entre los expertos es que la bomba no había sido necesaria para evitar una invasión del Japón y terminar la guerra rápidamente...la invasión era una posibilidad muy remota." Estas noticias hubieran sido muy bienvenidas y acogidas por Marshall, quien como hemos visto, hasta el último momento estuvo sumamente preocupado con la dificultad y el costo en vidas, de dicha invasión.
El segundo frente de ataque de los que sostienen que la bomba no había sido necesaria se presenta de la forma siguiente. Los japoneses ya estaban derrotados, y en muy poco tiempo ante el continuo bombardeo de tipo convencional al que se le añadían las escaseces causadas por el bloqueo naval, los hubieran obligado a capitular. Ya hasta habían empezado a mandar señales de paz con el objeto de terminar la guerra. Si los norteamericanos hubieran sido menos intransigentes, dispuestos a transigir en sus demandas por un rendimiento incondicional y decir que permitirían que Japón mantuviera su emperador, la paz se hubiera podido lograr sin necesidad de una invasión o del uso de bombas atómicas.
Esta manera de pensar esta basada por su mayor parte en evaluaciones racionales de las condiciones en que se encontraba el Japón, sus lamentables perspectivas militares en la primavera de 1945, y en el hecho de que los oficiales japoneses ya habían empezado ha discutir la posibilidad de negociar una paz usando a los Soviéticos como intermediarios. Pero ninguno de estos argumentos solos o en conjunto, pueden probar el caso.
Aún los jefes militares japoneses más recalcitrantes entendían perfectamente la situación tan grave en la que se encontraban. Pero eso no les impidió continuar la guerra, como lo demuestra el estudio más fidedigno que desde el punto de vista japonés pone muy en claro.4 Aunque no esperaban una victoria decisiva, estaban seguros que al menos ganarían una victoria operacional "en la batalla decisiva por la suelo patrio." Y como cualquier clase de paz negociada se consideraría como una derrota que dividiría la nación, los militaristas japoneses preferían posponer las negociaciones de paz lo más posible, pensando negociar en serio solamente en los minutos antes de una victoria.
Algunos pensaban que podrían repeler una invasión americana. La mayoría pensaba que podrían causar tanto daño como para obligar el reagrupamiento de los invasores. Otros estaban aún más determinados, "pensaban que era mucho mejor morir peleando, que caer en la ignominia aceptando la derrota y la capitulación de la patria."
El Primer Ministro Kantaro Susuki apoyaba los planes del ejército y estaba dispuesto a pelear con todos los medios a su disposición - porque eso, después de todo, "era el deber de un guerrero y el camino de un patriota." En una conferencia, el 8 de junio de 1945, en la presencia del Emperador, el gobierno japonés oficialmente afirmó su decisión: "la nación pelearía sin tregua hasta vencer o morir."
A pesar de eso, algunos oficiales japoneses trataron de terminar la guerra por medio de negociaciones diplomáticas antes de que fuera muy tarde. Los primeros esfuerzos fueron iniciados por oficiales militares de rango menor, quienes en abril, hicieron contacto con militares norteamericanos del OSS en Suiza, pero sin recibir apoyo de Tokio. En julio, algunos funcionarios del gobierno japonés pensaron que podrían obtener la ayuda de los soviéticos para negociar una paz que no requiriera el rendimiento o la ocupación de la Madre Patria. Es difícil entender porqué pensaron que la USSR hubiera querido ayudarles sabiendo que Japón era un estado al que veía con antipatía y cuyo territorio ambicionaba, especialmente cuando las perspectivas japonesas estaban en su condición más triste, pero a pesar de eso, ahí depositaban su esperanza.
Los funcionarios mandaron sus propuestas a Noatake Sato, el embajador japonés en Moscu. Su mensaje y la respuesta de Sato, fueron interceptados y han debido influenciar consideradamente los planes norteamericanos.
Sato advirtió a sus interlocutores en Tokio de que no había ninguna oportunidad para que los Soviéticos los ayudaran. En una anotación que el Secretario de la Armada James V. Forrestal escribió en su diario, fechada 15 de julio de 1945, comentaba que "el meollo del mensaje final (de Sato)... era que Japón estaba completa y totalmente derrotado y... lo único que podía hacer era reconocer rápida y definitivamente tal hecho." Sato les repitió este mensaje más de una vez, pero la respuesta de Tokio fue que la guerra tenía que continuar.
Los revisionistas y otros críticos sostienen que los Estados Unidos hubieran podido facilitar las negociaciones si hubieran abandonando la demanda de una capitulación incondicional, y si hubieran indicado que el Emperador sería conservado. Pero, comunicaciones interceptadas dejaban ver claramente (de acuerdo a Gerhard Weinberg en el libro A world at Arms) que "el gobierno japonés no aceptaría el concepto capitulación incondicional, aún si pudieran retener la institución de la Casa Imperial." La intercepción de mensajes militares conducía a la misma conclusión - principalmente, como Edward J. Drea escribe que, "las autoridades civiles en el Japón tal vez estarían considerando la paz, pero los lideres militares, quienes aquellos encargados de hacer las decisiones en los EE.UU. consideraban que tenían un control total de la nación japonesa, estaban preparados para pelear hasta el fin."
De cualquier manera, la exigencia de un rendimiento incondicional había sido estipulada por Roosevelt y se había convertido en un reclamo nacional. Truman no podía abandonar esa posición fácilmente, ni tampoco hay indicaciones que lo hubiera querido hacer. Tanto él como Roosevelt tenían vivos recuerdos de la Primera Guerra Mundial y cómo su final insatisfactorio había contribuido a precipitar la Segunda Guerra Mundial. En el primer conflicto, los alemanes no se rindieron incondicionalmente, sus territorios no fueron ocupados, y nunca los obligaron a aceptar el hecho de que los habían derrotado en el campo de batalla. Demagogos como Hitler aprovecharon esta oportunidad para declarar que Alemania no había sido derrotada sino que había sido "apuñalada por la espalda" por traidores internos como los socialistas y los judíos, una táctica que facilitó el resurgimiento de los alemanes para realizar un segundo intento. En 1944, Roosevelt dijo, "prácticamente todos los alemanes niegan el hecho de que se rindieron en la guerra pasada, pero esta vez si lo van a saber. Y los japoneses también."
Si Truman pensaba permitir que los japoneses mantuviesen su emperador, ¿porqué no anunció sus intenciones de antemano, para facilitar la capitulación? Algunos elementos de su administración pensaban que debería de hacerlo, pero la mayoría temía que cualquier concesión de antemano se podría interpretar como una señal de debilidad y alentar a los japoneses intransigentes a pensar que ellos podrían obtener mejores condiciones de paz si esperaban hasta el último momento. También habían otros que estaban completamente opuestos a cualquier propuesta que permitiera que el emperador permaneciera en su lugar. Estos, como siempre pasa, se contaban entre los miembros más liberales de la administración, personas como Dean Acheson y Archibald MacLeish. Su oposición se basaba en la noción de que, como decía MacLeish, "el trono (era) un anacronismo; una institución feudal, perfectamente organizada para la manipulación y uso de los anticuados grupos feudales dentro del país." También es importante notar, como lo hizo Charles Bohlen, el perito en asuntos soviéticos del Departamento de Estado, que cualquier concesión respecto al emperador, o negociaciones en respuesta a sondeos de paz que no exigieran que se rindieran incondi cionalmente, podrían ser vistas por los soviéticos como una violación de los compromisos contraídos en Yalta y como un pretexto americano para terminar la guerra antes que ellos pudieran participar.
Y ¿qué tal si los Estados Unidos hubieran advertido públicamente que tenía la bomba atómica y mencionado sus terribles efectos? O, ¿si hubieran puesto sobre aviso a los japoneses de la inminente entrada de los soviéticos en la guerra? O, mejor aún, ¿si hubieran combinado ambas advertencias con la promesa de que permitirían que Japón retuviera su emperador? De nuevo, no hay referencia que nos haga pensar que alguna de esas iniciativas hubieran servido para cambiar la manera de pensar del grupo de militares determinados que controlaban todas las decisiones en Japón.
Ni siquiera después de que la bomba atómica explotó en Hiroshima el 6 de agosto, los japoneses quisieron ceder. Un anuncio del gobierno norteamericano explicó la clase de bomba que habían usado en el destructivo ataque, y alerto al Japón de que podría esperar otros ataques similares si no se rendían. A pesar de esto, los militares mantuvieron su política de resistencia e insistieron en esperar hasta que recibieran una respuesta de la ultima propuesta que le habían hecho a la Unión Soviética. La respuesta la recibieron el 8 de agosto cuando los soviéticos les declara ron guerra y destacaron un ejército poderoso contra las fuerzas japonesas en Manchuria.
La necedad de los japoneses de pensar que los Soviéticos los ayudarían, quedó al descubierto, pero a pesar de eso, los dirigentes japoneses no tomaron medida alguna para terminar la guerra. El Ministro de Guerra, el General Korechika Anami, llegó al extremo de negar que Hiroshima había sido destruida por una bomba atómica. Otros insistieron que los Estados Unidos había usado la única bomba atómica que tenía, o que la opinión pública mundial les impediría usar otra si es que tuvieran más. Pero el 9 de agosto otra bomba atómica explotó en Nagasaki haciendo terrible daño.
La bomba atómica sobre Nagasaki con venció hasta Anami de que "parece que los norteamericanos tienen más de 100 bombas atómicas... y podrían lanzar tres por día. El próximo blanco podría ser Tokio." A pesar de eso, en una reunión del Consejo Imperial de esa noche, no pudieron obtener consenso que aceptara la derrota. El mismo Anami insistió que Japón debería continuar peleando. Si el pueblo japonés "marcha a la batalla decisiva en defensa del terreno de la patria, determinado a desplegar todo su patriotismo... Japón podría evitar la crisis que enfrentaba." El Jefe del Estado Mayor General del ejército, Yoshijiro Umezu, expresó su confianza en "la habilidad de los militares de proporcionar un golpe decisivo al enemigo" y añadió que en vista de los sacrificios hechos por tantos hombres que han muerto por el emperador, "no tenían excusa alguna para rendirse incondicionalmente." El Almirante Soemu Toyoda, jefe del Estado Mayor General de la Armada, añadió que el Japón podría usar todo el poderío aéreo que tenían en reserva. Pero tanto Anami como él no garantizaban una victoria, pero insistía que "no creía en la posibilidad de que ellos fueran derrotados."
Así pensaban los jefes militares más altos del Japón después de la explosión de dos bombas atómicas y del ataque soviético en Manchuria.
El Primer Ministro Suzuki y los otros que ya favorecían la paz sabían que todo esto era una locura. Los aliados nunca aceptarían las condiciones de los militares japoneses - las restricciones sobre el desarme del Japón, sobre la ocupación del Japón, y del enjuiciamiento de los jefes japoneses acusados de crímenes de guerra - y el continuar la guerra sería un desastre para el pueblo japonés. Para romper el impassé, tomó la extraordinaria medida de pedirle al emperador que hiciera la decisión (por lo general ninguna propuesta era sometida al emperador hasta que el Consejo Imperial se ponía de acuerdo unánime). A las dos de la mañana del 10 de agosto, el Emperador Hirohito decidió aceptar las condiciones de los aliados. La respuesta de los japoneses incluía una estipulación de que podrían retener su emperador.
Aún entonces dentro del gobierno norteamericano había desacuerdo sobre esa estipulación. La opinión pública estaba sumamente opuesta a que se permitiera que retuvieran el emperador, y en particular, como Gerhard Weinberg ha escrito, "las bien articuladas organizaciones izquierdistas norteamericanas" se oponían a cualquier tipo de concesión y "exigían que en vez de eso se les bombardeara con más bombas atómicas." Por fin, Estados Unidos produjo un documento, usando un lenguaje de acomodamiento, que aceptaba el sistema imperial implícitamente, pero permitía que los japoneses establecieran la forma de gobierno que quisieran.
Y a pesar que los lideres japoneses estaban de acuerdo con el propuesto lenguaje, esto no acabo con el problema. Los oponentes de la paz trataron de anular la decisión del emperador con un coup detat. Hubieran tenido éxito si el General Amani los hubiera apoyado, pero no estaba dispuesto a contradecir las ordenes del emperador. Resolvió su dilema suicidandose, y el golpe de estado fracasó. Si hubiera sucedido, la guerra hubiera continuado hasta un sangriento final, con Japón bajo el dominio brutal de una camarilla de militares fanáticos. Para darse cuenta de la forma de pensar de esa camarilla basta leer el mensaje dirigido a Tokio por el Comandante del ejército japonés en China, interceptado el 15 de Agosto:
La deshonra que trae consigo una capitulación de varios millones de tropas sin dar pelea alguna, no tiene paralelo en la historia militar del mundo, y es absolutamente imposible pedir a más de un millón de tropas escogidas y en perfecto estado de salud que se rindan incondicionalmente...
Fue el Emperador, el factor decisivo en la rendición del Japón. ¿Porqué actuó en esa forma tan admirable? Lo motivó la bomba - y la declaración de guerra de los soviéticos. (La declaración soviética, que estaba planeada para el 15 de agosto, también fue apresurada por el lanzamiento de la bomba, y se adelanto al 8 de agosto). Pero las declaraciones del emperador y del primer ministro indican claramente que consideraban la invasión Soviética como otro de los tantos reveses de la guerra. Fue la bomba la que cambio la situación completamente.
Apenas supo de esta terrible arma, el Emperador Hirohito dijo: "tenemos que poner un fin a la guerra, tan rápido como sea posible para que esta tragedia no se repita." Susuki dijo, sencillamente, "el objetivo de la guerra se había perdido cuando el enemigo uso esa nueva clase de bomba." Finalmente, el papel central de la bomba quedó gráficamente más claro en el Edicto Imperial del 14 de agosto, en el cual el emperador explico al público japonés las razones de la capitulación. En el centro del Edicto encontramos la siguiente declaración:
El enemigo ha empezado a usar una nueva y cruel clase de bomba, con un poder incalculable para causar daños, sacrificando muchas vidas inocentes. Si continuamos peleando, esto resultaría no sólo en la completa aniquilación del Japón, pero también podría resultar en la extinción toda la humanidad. Siendo este el caso, cómo podríamos salvar a los millones de nuestros súbditos...? He allí la razón por la que hemos ordenado que aceptemos los términos estipulados en la Declaración Conjunta de los Poderes.
No cabe duda de que la utilización de la bomba atómica fue de suma importancia para obtener un fin rápido de la guerra, y que las amenazas, por si mismas, no hubieran sido suficientes.
Finalmente, aunque se condene o no a la política norteamericana por razones pragmática, otros críticos la atacan por razones puramente humanitarias. Algunos de ellos preguntan si había sido necesario lanzar la bomba sobre una ciudad. No hubiera sido mejor ¿si la hubieran usado por primera vez en una isla desierta, o en un lugar deshabitado, como una demostración?
Estas alternativas ya las habían contemplado los dirigentes norteamericanos antes de dejar caer la bomba, pero la sugerencia no fue bien recibida. Pensaban que una demostración fuera del Japón no hubiera sido efectiva para persuadir a los japoneses, y si se hubiera anunciado que la iban a lanzar en un lugar dentro del Japón, ellos hubieran trasladado los prisioneros aliados a ese sitio, y hecho esfuerzos extraordinarios para derribar el avión que traía la bomba. También, en agosto de 1945 los Estados Unidos solamente tenían dos bombas, y se quedarían solamente con una si usaban la otra para demostración. Además había el peligro de que una o ambas bombas fueran un fiasco, o que, si la primera funcionara, algunos de los que querían continuar la guerra negarían, como algunos lo hicieron, que la explosión había sido producida por una bomba atómica, o que los norteamericanos ya no tenían más bombas atómicas.
J. Robert Oppenheimer, quien como director del proyecto de investigación en Los Alamos, formaba parte del comité que seleccionó los blancos y ciudades de ataque, indicó que en su manera de pensar, ninguna demostración de la bomba hubiera sido suficientemente gráfica como para convencer a los japoneses a que se rindieran. Hasta el Informe Franck, firmado por científicos que pedían que se hiciera una demostración, se expresaba la duda de que así se pudiese romper la voluntad o habilidad del Japón para resistir, y renuentemente aprobaron usar la bomba en Japón, si todo lo demás fracasaba. Leo Szilard, el científico quien se oponía en la forma más vehemente al uso de las bombas, concedió, "hay que ponerle un fin a la guerra y un ataque con bombas atómicas podría ser un método efectivo de guerra." Es importante reconocer que solamente después de que terminó la guerra fue cuando el disgusto con el uso de bombas atómicas sobre ciudades empezó a manifestarse. Como describe McGoerge Bundy en su libro Danger and Survival, "nadie planteó (la idea) antes de Hiroshima... Nadie dijo sencillamente, no, jamás la exploten en una ciudad."
Sin embargo el problema moral tiene que ser considerado. Se ha discutido que la bomba nuclear es un armamento como ningún otro, tan terrible que nada justifica su uso, y que haberla usado en 1945 lo hará más fácil en el futuro. Pero los sucesos no corroboran esta teoría: en los 50 años después de Hiroshima y Nagasaki, las armas nucleares nunca se han utilizado en la guerra, y no es imposible pensar que su primer uso ha servido para evitar la repetición.
Aún más, las marcadas diferencias que existen entre los armamentos nucleares y los otros, desde el punto de vista de los principios morales son debatibles. En una sola incursión de bombardeo sobre Tokio entre el 910 de marzo de 1945, las bombas incendiarias mataron de 80.000 a 100.000 japoneses (tantos como en Hiroshima el 6 de agosto), hirieron un número similar, y destruyeron más de 250.000 edificios dejando millares sin hogar. Es muy difícil justificar que se pueda considerar que la continuación de esta clase de bombardeo hasta que se acabaran los blancos, hubiera sido mejor moralmente que el bombardeo atómico de Hiroshima. Parece que al tratar de separar las armas nucleares de las demás, damos la aprobación moral al uso de tácticas y armamentos que no son menos horripilantes.
Si la queja sobre la moralidad, ha de ser válida también se necesitará hacer sobre toda clase de guerra en la que se atacan inocentes - lo que quiere decir, en realidad, contra la mayoría de las guerras hasta el presente. Es un axioma de la historia que mientras más larga e intensa es la contienda de una guerra, más brutal es la pelea. Los británicos empezaron la Segunda Guerra Mundial rechazando el uso del bombardeo aéreo, y en vez lanzaron circulares sobre Alemania. Pero antes de que la guerra terminara, habían realizado el bombardeo incendiario de Dresden, matando miles de civiles. De igual manera, la doctrina americana al principio de la guerra sostenía que el bombardeo indescriminado de ciudades era injustificado e imprudente. Pero, pronto como resultado del bombardeo de Rotterdam y Londres por Hitler, el sorpresivo ataque japonés a Pearl Harbor y su despiadado tratamiento de prisioneros de guerra, el bombardeo de Shanghai, la violación de Nanking, las mujeres coreanas forzadas a la prostitución, y la marcha de la muerte en Baatan, hicieron que los norteamericanos también cambiaran su forma de pensar. El bombardeo de "precisión" de blancos, dentro y cerca de las ciudades, abrió la puerta a una destrucción indiscriminada provocada por rencor y con el propósito de desmoralizar al enemigo, y para entonces (otra vez) poder conseguir una rápida conclusión de la guerra.
En los anales de la historia de las guerras estos acontecimientos son más típicos que raros. Es apropiado que hagamos todo lo posible para reducir los horrores de la guerra. Pero para poder prevenirlos completamente, tendremos que evitar la guerra.
En resumen. Pienso que esta muy claro, que cualquier otra estrategia que no hubiera usado las bombas atómicas o una invasión del Japón hubiera fracasado en obligar a los japoneses a rendirse. De acuerdo a los estimados más conservadores de las dos invasiones planeadas, estas hubieran causado más de 193.500 muertos en las huestes norteamericanas y, como Robert J. Maddox dijo, "solamente un intelectual podría mantener que las 193.500 muertes anticipadas eran muy insignificantes como para causar que Truman usara la bomba atómica." Mientras tanto, los japoneses tenían planeado matar a todos los prisioneros de guerra aliados tan pronto como el combate se acercara a los sitios en donde los tenían encarcelados; la bomba provocó un rápido fin de la guerra y en efecto ayudó a salvar muchas vidas norteamericanas.
Y ¿qué hay de las bajas japonesas? La experiencia de Luzón, Iwo Jima, and Okinawa indica que esas bajas hubieran sido muchísimo más grandes que las sufridas por los norteamericanos - hubiera o no invasión. La aviación americana se habría encargado de la destrucción de muchas más ciudades japonesas como lo habían hecho con Tokio, y hubieran repetido sus ataques sobre esa capital. La armada americana hubiera continuado su bloqueo, y la hambruna hubiera acabado con muchos civiles. En resumen, el costo hubiera sido mayor que el causado por las bombas atómicas. Como dijo un presidente pasado de la asociación médica japonesa, "Cuando uno considera la posibilidad de que los militares japoneses hubieran sacrificado la nación entera si no hubiera sido por las bombas atómicas, entonces podríamos decir que esas bombas salvaron al Japón." Es un pensamiento terrible, pero la evidencia indica que es verdad.
Gar Alperovitz, en nombre de muchos otros críticos de la política norteamericana, ha atacado "la falta de deseo norteamericano de enfrentarse a las preguntas fundamentales respecto a Hiroshima" porque "a los americanos no nos gusta considerar la posibilidad de que nuestra nación es tan vulnerable a las mismas fallas morales como las otras naciones." Seguramente, los norteamericanos comparten las mismas debilidades que el resto de la raza humana. Pero no necesitan sentirse amedrentados en una confrontación de las "preguntas fundamentales" sobre Hiroshima. Un examen honesto de la evidencia y pruebas a la mano nos deja ver que sus gobernantes, durante el predicamento trágico pero común a todos los que se han visto envueltos en guerras que llegan a un punto en que todas las soluciones son repugnantes, escogieron el curso de acción menos repugnante. Los norteamericanos podrán recordar esa decisión con tristeza, pero sin deshonra o vergüenza.
Notas1. Knoph, 688.
2. Ver Robert James Maddox, Weapons for Victory: The Hiroshima Decision Fifty Years After (University of Missouri Press, 1995). Estoy agradecido del profesor Maddox por permitirme ver las copias de su trabajo antes de ser publicado. Mi aprecio es considerable.
3. Ver Edward J. Drea, MacArthur's ULTRA: Code Breaking and the War Against Japan 1942-1945 (University of Kansas Press, 1992).
4. Ver Robert J. C. Butow, Japan's Decision to Surrender (Stanford University Press, 1954).
BiografíaEl Doctor Donald Kagan es profesor Hillhouse the historia y de los clásicos en la Universidad de Yale. Su libro reciente se titula, On the Origins of War and the Preservation of Peace, y publicó una obra en cuatro tomos de, Peloponnesian War.
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